Sol Teresa Mejías es venezolana de nacimiento, hija de un hogar de colombianos instalados en Caracas hace más de 40 años. Eran los tiempos de la Venezuela saudí, aquella que disfrutaba de una economía pujante y luego de un mar de petrodólares, a comienzos de los años 70. En 2020 su rostro denota cansancio, hartazgo y tristeza. Sus hijos se fueron al país de los abuelos a buscar oportunidades, mientras ella continúa «echándole pichón» en la capital del país que, gobernado por Nicolás Maduro, pasa hambre.
Por: Victor Amaya – larazon.es
«Me sale mejor trabajar y comer en la casa que limpio a que me den el dinero que igual se me va a ir comprando cualquier cosa para alimentarme. Yo desde un principio exijo que me den la comida, que no forme parte del pago», dice la mujer. Su empleadora, la matrona de una familia caraqueña del noreste, se esfuerza en que la alimentación sea completa. «Ella trabaja bien, y queremos seguir teniéndola. Aquí yo le preparo su comida completa, con proteína, con arroz, con ensalada. Sé que de lo contrario pudiera dejar de venir, y sería peor para todos».
El Programa Mundial de Alimentos de la Organización de Naciones Unidas (WFP, por sus siglas en inglés) publicó un estudio en el que afirma que 9,3 millones de venezolanos están en inseguridad alimentaria, y necesitan asistencia. «Para sobrevivir, el 33% de los hogares ha aceptado trabajar a cambio de comida y el 20% ha vendido bienes familiares para cubrir necesidades básicas. Seis de cada diez familias han gastado sus ahorros en comida», revela el informe basado 8.375 cuestionarios válidos, recopilados entre julio y septiembre de 2019.
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