Hay muy poco que agregar sobre lo qué significa que el gobierno, a través de las instituciones que controla (específicamente el TSJ) haya decidido, sin acuerdos políticos con la oposición, el nombramiento de los miembros del directorio del Consejo Nacional Electoral, aprovechando el momento para mantener su control mayoritario, sin contar con que también controla férreamente sus organismos superiores legales, la Sala Electoral y la Sala Constitucional del TSJ. Como si esto fuera poco, ha intervenido también la directiva de los dos partidos opositores más grandes del país, Primero Justicia y Acción Democrática (y tiene pendiente la decisión sobre Voluntad Popular), nombrando en los puestos directivos a sus aliados circunstanciales. Todo esto en el marco de una estrategia de persecución, inhabilitación y desfenestración de líderes opositores, que le permite, al final de la historia, escoger quienes pueden y quienes no ser candidatos contra ellos en las elecciones que convocan y controlan.
No me gusta el uso de adjetivos rimbombantes, con los que algunos se regodean, como sustituto imperfecto de su absoluta incapacidad de hacer algo. Simplemente diría que en este proceso no se cumplen, ni por asomo, las condiciones básicas de una elección competitiva, fundamental para considerarse un proceso democrático.
Pero es interesante entender que el gobierno ya no intenta recuperar ni construir popularidad, una estrategia que le fue vital en la era Chávez para acceder y mantener el poder. Tampoco necesita, ni quiere, demostrar legitimidad de origen, ni de ejecución, ni pretende rescatar las relaciones perdidas con parte fundamental de la comunidad internacional, ni esta especialmente interesado en vender la ilusión de una democracia “particular”. Nada de esto ya es relevante para él.
Dando por descontando que la revolución no tiene ninguna de estas condiciones, su objetivo central ahora es destruir la simbología de su adversario, fracturarlo, exiliarlo y hacerlo inocuo. Es el juego del gato y el ratón y juega duro, recalcando con su acción que no tiene miedo a las consecuencias. Después de todo, una cosa es la presión que ejerce la amenaza de ser sancionado, por lo que quizás estas dispuesto a negociar y muy distinta es la de estar ya sancionado, del otro lado de la acera, sin esperanzas de solución, convertido entonces en un kamikaze, dispuesto a llevarse por delante a quien sea, sin límite ni temor.
Es obvio que esta acción del gobierno profundizará las fracturas de la oposición, pero ya no entre moderados y radicales, sino entre quienes pierden todo frente a la estrategia del gobierno y quienes reciben de su enemigo una cuota mínima de poder para “pincelar” de apertura la profundización de la autocracia. Si el gobierno logra su objetivo de convertir a la oposición institucional es un movimiento de lucha en el exilio, incluso con todo el apoyo de los aliados internacionales, la posibilidad de cambio se reduce dramáticamente, como ejemplifican perfectamente los casos de Haití, Cuba, Irán entre muchos otros.
Algunos me han preguntado por qué describo las acciones de la revolución como acciones de gobierno, insinuando que eso reconoce su legitimidad. Eso es un evidente error conceptual, porque Gobierno (del griego: κυβερνέιν kybernéin ‘pilotar un barco’) es la autoridad que dirige, controla y administra, algo que en el caso venezolano no cabe ni la menor duda quien ejerce hoy. No tiene que ver con legitimidad de origen, pues un dictador, de izquierda o derecha, ejerce el poder y por ende es gobierno. Lo otro son adjetivos, que cada quien es completamente libre de usar. Yo no creo que se necesiten, porque a estas alturas es evidente quién es quien.
luisvleon@gmail.com / wtcradio