El peor escenario de la pandemia de coronavirus se está desarrollando en Brasil

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Colapso en los hospitales, corrupción generalizada y un populista obsesionado con la cloroquina son los elementos que tienen a este país en jaque

Por Julia Leite, Simone Preissler Iglesias, Martha Viotti Beck y Ethan / Infobae

Durante una tarde reciente en São Luís, capital del estado de Maranhão, en el noreste de Brasil, Hosana Lima Castro se sienta en una endeble silla de plástico frente a su casa mientras los perros olfatean baches en la estrecha calle y algunos niños del vecindario alza sus cometas al aire. El bar al otro lado de la calle, donde hace unos meses le habían disparado a un conocido suyo, fue cerrado debido a la pandemia de coronavirus.

Su trabajo en una tienda de conveniencia también se esfumó, así que Castro, de 43 años y quien comparte su modesto hogar con su padre, dos hermanos y dos de sus hijos, no ha encontrado otro lugar a dónde estar.

Aunque el nuevo coronavirus está muy extendido en el noreste de Brasil, ni ella ni su familia solían usar cubrebocas en su concurrido vecindario, donde los servicios básicos han sido descuidados a un nivel tal que incluso muchos residentes no tienen acceso a agua limpia.

El hermano de Castro, Moisés, un recolector de basura, fue el primero de su familia en enfermarse. Luego, su otro hermano, Luciano, también se contagió, seguido de su padre, Francisco, quien tiene diabetes y ha sufrido bastante luchando por mantener la respiración, además de haber padecido fiebres muy altas.

Sin embargo, nadie en la casa de Castro acudió a un hospital, un lugar que algunos en São Luís creen que hace que los pacientes estén más enfermos que cuando llegaron. “Esa sería una sentencia de muerte”, declaró Castro.

A medida que Asia, Europa occidental y partes de Estados Unidos emergen de lo que se espera sea lo peor de la pandemia, el virus en Brasil no se está desacelerando. Entre finales de mayo y mediados de junio, los casos en el país incrementaron tanto que superaron las marcas de España, Italia y el Reino Unido en muertes totales.

Ahora han sobrepasado los 51.000 decesos, la segunda cifra más alta únicamente después de Estados Unidos y también es la segunda en contagios generales, con más de 1.000.000 de infecciones confirmadas.

Actualmente, los funcionarios locales están levantando las cuarentenas a pesar del continuo crecimiento en los casos. En este contexto es concebible que, cuando la COVID-19 finalmente ceda, Brasil sea el país golpeado de manera más dura que cualquier otro en el mundo.

Las razones por las que Brasil se ha convertido en un anfitrión tan perfecto para el coronavirus son diversas y aún no se comprenden por completo. Al igual que Estados Unidos, nunca emitió reglas a nivel nacional para el distanciamiento social.

Incluso si el Gobierno hubiera querido, las reglas habrían sido imposibles de aplicar en un país de 210.000.000 de personas, que, además, cuenta con entidades incluso más grandes en territorio que Francia. Esas circunstancias dejaron que los funcionarios locales hicieran lo que les parecía más conveniente, emitiendo órdenes que a veces se contradecían.

Ciertamente, la pobreza también es parte de la imagen: en las favelas densamente pobladas que atraviesan las ciudades brasileñas, el distanciamiento social no es factible y no trabajar significa no comer, especialmente con el estado de escasez, el cual recrudece la incapacidad para proporcionar suficiente apoyo.

Esto muestra lo disfuncional que ha sido el Gobierno. El hacinamiento en los hospitales públicos es un problema desde hace mucho tiempo, el cual se combina con el presidente Jair Bolsonaro, quien llegó al poder a través de una campaña en 2018 que hizo eco de las promesas de Donald Trump sobre “drenar el pantano”.

Desde que apareció el coronavirus en Brasil a fines de febrero, Bolsonaro ha obstaculizado con frecuencia los esfuerzos para contenerlo, exigiendo que los funcionarios locales abandonen tácticas severas como cerrar negocios, despedir a un ministro de salud que presionó por una respuesta más agresiva y, en un momento, limitar la divulgación de datos epidemiológicos. Sin los números “ya no habría una historia”, dijo durante una presentación en las noticias.

Mientras que en las primeras semanas del brote, la intransigencia de Bolsonaro se parecía a lo que estaba sucediendo en la Casa Blanca, incluso Trump reconoció de mala gana la gravedad de la situación una vez que el recuento de cadáveres comenzó a dispararse. Bolsonaro, por su parte, ha ido más lejos, insistiendo en que el medicamento contra la malaria, la cloroquina, es un tratamiento efectivo y afirmando que el número de casos se está exagerado.

La oficina del presidente brasileño no respondió a las solicitudes de comentarios sobre esta historia. No obstante, en una contestación por escrito, el Ministerio de Salud de Brasil dijo que ha actuado agresivamente para evaluar a los pacientes y agregar camas de cuidados intensivos, equipo de protección y ventiladores en todo el país, gastando más de 11.000 millones de reales (USD 2.100 millones) hasta ahora.

Además, la mayoría de los líderes locales y estatales han ignorado el impulso de Bolsonaro para poner fin a los bloqueos. Brasil tiene un sistema federal y los gobernadores tienen amplios poderes sobre la salud pública. Pero su continuo rechazo de la gravedad de la pandemia ha socavado las medidas de distanciamiento en la población, mientras que la mala gestión y la corrupción en todos los niveles del gobierno han impedido que la ayuda llegue a donde se necesita.

Las consecuencias son severas. En Pará, un vasto y subdesarrollado estado vecino de Maranhão, la COVID-19 ha cobrado la vida de unos 50 por cada 100 ciudadanos, más del doble del promedio nacional. “Vi a personas llegar al hospital con familiares ya muertos en el asiento del pasajero, personas que recibieron RCP en las aceras porque los hospitales están llenos”, dijo Alberto Beltrame, secretario de Salud del estado.

Un día de abril visitó la morgue en la capital, Belém: “Había 120 cuerpos, dispersos por todas partes. Es algo que verías en una guerra. A medida que la propagación del virus continúa, Brasil puede estar convirtiéndose en el peor de los escenarios posibles, un laboratorio para lo que sucede cuando un patógeno mortal y poco comprendido se propaga sin muchas restricciones”.

Y es que a diferencia de las plagas pasadas, el coronavirus se ha propagado en parte sustancial de los ricos a los pobres, con ciudades globales prósperas y bien conectadas (Milán, Londres, Nueva York) entre los primeros puntos más afectados fuera de China. La historia en Brasil fue similar. Los primeros grupos surgieron en São Paulo, la capital financiera de Brasil a principios de marzo, cuando los residentes ricos regresaron de sus viajes al extranjero.

Uno de los primeros eventos llamados superpropagadores fue la boda de una estrella de redes sociales, la cual se celebró en un resort junto a la playa en el estado de Bahía el 7 de marzo.

A esta fiesta acudió un abogado de São Paulo de 27 años llamado Pedro Pacífico, una personalidad de Instagram, con cientos de miles de seguidores para un feed dedicado principalmente a recomendaciones literarias. Se sintió mal cuando llegó en casa, imaginando que tenía una resaca, pero al descubrir que su compañero de piso había sido diagnosticado con COVID-19, Pacífico se realizó una prueba.

Él también lo tenía, al igual que 15 de sus amigos. Pero en ese momento, dice Pacífico en una videollamada, la enfermedad parecía más una molestia que una amenaza. Entonces se aisló en casa, sugiriendo la lectura de cuarentena a sus seguidores e intercambiando historias de virus con otros ciudadanos acomodados. “Fue la novedad”, dice Pacífico. “Nadie lo vio venir o siquiera pensó que sería tan malo”.

El fin de semana de la boda de Bahía, Bolsonaro estuvo en Florida, visitando a Trump en Mar-a-Lago, en Palm Beach. Los grupos de los dos líderes no tomaron precauciones reales, se dieron la mano y se abrazaron como de costumbre. La primera persona en dar positivo después de regresar a casa fue Fabio Wajngarten, jefe de comunicaciones de Bolsonaro. Como todos los que tratan con él saben, Wajngarten es lo que Jerry Seinfeld llamaría un conversador cercano con la costumbre de inclinarse cuando habla.

Cinco de las ocho personas que se sentaron a su mesa en la cena en Mar-a-Lago dieron positivo, y en total las 30 personas en el viaje se enfermaron.

Uno de ellos fue Alexandre Fernandes, de 44 años, que está desarrollando una terminal de exportación de granos en el sur de Brasil. Después de cuatro días de aislamiento en su departamento, Fernandes estaba tan débil que no podía caminar al baño.

Fue al hospital, donde lo pusieron en cuidados intensivos. “No podía levantar las sábanas en la cama”, dice. En un momento, los médicos pensaron que no lo lograría: “La enfermera tuvo que ayudarme a sostener el teléfono para que pudiera hacer una llamada de Facetime con mis hijas para despedirme”.

Incluso cuando el virus se propagó a través de su círculo íntimo, el presidente estaba enviando señales contradictorias. El 12 de marzo pidió a sus simpatizantes que cancelaran las manifestaciones planificadas para apoyar a su gobierno, pero de todos modos se presentó en Brasilia, sin máscaras y chocando los puños con los asistentes.

Más tarde ese mes, instó a los gobernadores estatales a frenar sus cuarentenas y afirmó que, a pesar de que tiene 65 años, como “ex atleta” no tenía nada que temer de la COVID-19.

Sin embargo, en esas primeras semanas, los brasileños se animaron con las acciones del ministro de Salud, un médico de 55 años llamado Luiz Henrique Mandetta, quien habló con calma a la prensa casi a diario, presentando los últimos datos y presionando a los legisladores para que compraran ventiladores y máscaras faciales.

Mandetta reconoció que el virus era una amenaza severa que solo podía ser contenida a través de medidas de distanciamiento y preparación intensiva.

También dijo que contar con tratamientos no probados, como la cloroquina —que Bolsonaro y sus partidarios promovieron fuertemente en ese momento, imitando una campaña similar de Trump— era contraproducente o incluso peligroso.

Durante una visita a un hospital temporal cerca de Brasilia a mediados de abril, Mandetta se hizo a un lado cuando el presidente se topó con una densa multitud de seguidores, algunos de ellos trepando unos sobre otros para ver mejor. Una mujer le pidió que le autografiara su camiseta de fútbol; después de que Bolsonaro la obligara, ella se inclinó y besó su mano.

En una entrevista televisiva al día siguiente, Mandetta dijo que era “claramente un error” que la gente estuviera “yendo a panaderías y mercados y en momentos tan llenos de gente”. No nombró a Bolsonaro, pero no tuvo que hacerlo. Pocos días más tarde fue despedido.

El sustituto de Mandetta, un oncólogo llamado Nelson Teich, renunció después de menos de un mes y fue reemplazado por un general. Cabe recordar que Bolsonaro es un ex oficial del ejército y ha nombrado a soldados para varios puestos importantes, aun sin experiencia médica.

Con un número de casos nacional cercano a los 300.000, el Ministerio emitió pautas que permiten a los médicos del sistema de salud pública recetar cloroquina y su droga hermana, la hidroxicloroquina, incluso en casos leves de COVID-19.

En su respuesta por escrito, el Ministerio dijo que está siguiendo “principios bioéticos” volviéndolas disponibles y que los brasileños tratados con las drogas han tenido buenos resultados. Hacia fines de mayo, Bolsonaro compartió algunas buenas noticias: Estados Unidos enviaría 2.000.000 de dosis.

La víspera del Día de San Valentín de Brasil, a mediados de junio, es una de las noches más concurridas del año en la pizzería Villa Roma, en el exclusivo distrito Jardins de São Paulo. En 2019, las mesas se reservaron con un mes de anticipación. Pero este año, el propietario, Gabriel Pinheiro, estaba solo con una máscara facial negra detrás de la barra de madera, saludando a los repartidores que llegaban al restaurante y pidiéndoles que limpiaran sus bolsas antes de hacer sus pedidos.

La ventana de dos pisos en la parte posterior, normalmente iluminada para revelar la exuberante vida en el lugar, estaba oscura, mientras que el segundo piso estaba lleno de pilas de cajas de pizza y nuevos menús simplificados que son más fáciles de limpiar que los gruesos folletos que reemplazaron.

Dirigir un restaurante en esta época del año “suele dar una sensación tan buena”, dijo Pinheiro, quien concluyó la frase con pesar: “Ahora es deprimente”.

Villa Roma ha estado cerrada para los clientes desde mediados de marzo, cuando el gobernador de São Paulo, João Doria Jr., desafió a Bolsonaro a imponer lo que se convirtió en un bloqueo de más de dos meses, aunque sólo se hizo cumplir de manera voluntaria.

El negocio se ha orientado hacia las entregas a domicilio, las cuales han ayudado al restaurante a mantenerse a flote, aunque las ventas se han desplomado a aproximadamente el 20% cerca de la bancarrota, y de 30 empleados, sólo 10 siguen trabajando.

Desesperado por reducir costos, Pinheiro renegoció su renta, solicitó a los proveedores más tiempo para liquidar facturas y asumió tareas como comprar bienes y manejar la nómina él mismo.

“Estamos a punto de alcanzar el punto de equilibrio, pero es muy difícil”, dijo. “Cada vez más restaurantes están cerrando y el Estado no está haciendo nada”.

Pinheiro es relativamente afortunado. A nivel nacional, los restaurantes y bares habían despedido a más de 1.2 millones de trabajadores a principios de junio, según la asociación de la industria Abrasel. El presidente de la organización en São Paulo, Percival Maricato, dice que si bien alrededor del 80% de los propietarios trataron de obtener financiamiento para ayudarlos, la gran mayoría no tuvieron éxito.

Se supone que los bancos deben proporcionar una gran cantidad de efectivo (el gobierno de Bolsonaro recientemente redujo los requisitos de reserva para darles más espacio para prestar), pero la burocracia, las demandas de garantías y las altas tasas han impedido que las empresas lo obtengan. Muchos restauranteros simplemente se han quedado sin dinero.

A diferencia de Estados Unidos y Europa, el Gobierno brasileño no ha podido proporcionar mucha ayuda directa a empresas o individuos. Las finanzas públicas estaban en graves problemas incluso desde antes la pandemia, derivado de décadas de gastos excesivos por parte de los políticos de todas las tendencias ideológicas y los efectos persistentes de una severa recesión en 2015 y 2016.

Asimismo, el número de empleados públicos se ha más que duplicado en las últimas tres décadas. A algunos se les paga casi el doble que el personal equivalente en el sector privado y reciben paquetes de jubilación descomunales, aunque Bolsonaro logró aprobar una controvertida reforma de pensiones el año pasado, por lo que ese tipo de gastos no dejan mucho para necesidades esenciales como la atención médica.

La pieza central de la respuesta económica de Bolsonaro a la COVID-19 es un estipendio mensual de 600 reales para la gran cantidad de trabajadores informales de Brasil, lo que representa la mayor parte de los aproximadamente 400.000 millones de reales gastados en apoyo de emergencia hasta el momento.

Cabe decir que el Gobierno también ha utilizado un fondo de seguro para pagar a los empleados sin permiso y ha otorgado préstamos de emergencia a los estados.

En este contexto, el estipendio, recientemente fue extendido para que se ejecute por cinco meses y recibió elogios, pero poco más de la mitad del salario mínimo no es suficiente para que muchos ciudadanos sobrevivan, especialmente en las grandes ciudades.

Por otra parte, los desembolsos también se han retrasado por problemas que incluyeron fallas en los sistemas informáticos y la escasez de facturas por pagos en efectivo.

Bolsonaro ha argumentado en discursos y en las redes sociales que con millones de brasileños ‘viviendo de la mano a la boca’, una recesión prolongada será más mortal que el virus y la única solución es reiniciar rápidamente la economía.

Eso no está realmente en su poder, pero sus pronunciamientos aún tienen un efecto significativo en la voluntad de las personas de soportar y cumplir con las restricciones actuales. “Tiene alrededor del 30% de las personas que aún lo apoyan y están influenciados por sus decisiones”, dice Doria, el gobernador de São Paulo.

Una vez aliados, él y Bolsonaro ahora están en desacuerdo, en parte debido a las críticas del presidente a la decisión de Doria de cerrar el estado que tiene más de 45.000.000 de personas. “Si él no usa una máscara, ¿por qué deberían seguirlo los pobladores?”, pregunta Doria. “Su insistencia en abrir la economía es otra capa de presión”.

São Paulo comenzó a levantar sus restricciones de cierre el 1 de junio, permitiendo gradualmente la reapertura de los minoristas y otras empresas, aunque los restaurantes y parques aún están fuera de los límites.

Los expertos en salud están preocupados porque en Brasil todavía es demasiado pronto como para experimentar un nuevo brote de COVID-19. La cantidad de personas en cuidados intensivos ha disminuido, pero los casos y las muertes continúan creciendo, particularmente en las áreas rurales que se salvaron en el principio.

“Reabrir ahora es un gran error”, dice Pedro Hallal, decano de la Universidad Federal de Pelotas, quien coordinó un estudio a gran escala de cuántos brasileños han estado expuestos al coronavirus.

De acuerdo con su análisis, se estima que medio millón de personas en Río de Janeiro tienen anticuerpos, 10 veces el número de casos oficiales, y que las tasas en algunas ciudades del noreste son mucho más altas. “Es como si dijéramos: ‘Salgamos y veamos solo qué tan malo puede ser el virus’”, sentencia.

En el distrito de la clase trabajadora de Nova Iguaçu, a 40 minutos en auto de las relucientes playas de Río, hay un sitio de construcción justo al lado de una iglesia evangélica, entre una academia de fútbol y una escuela de aviación. Se suponía que el edificio sería un hospital temporal para pacientes de COVID-19, y el Gobierno estatal había anunciado su apertura en mayo.

Pero un periodista de Bloomberg Businessweek que lo visitó en junio encontró que estaba lejos de terminarse, sin signos evidentes de construcción en curso y mucho menos pacientes.

Sin embargo, eso no había impedido que alguien tapizara un muro del sitio con carteles que promocionaban los esfuerzos de respuesta del gobierno COVID-19. “No estaba listo cuando más lo necesitábamos”, dijo Auria Almeida, una mujer de mediana edad que estaba parada a la sombra cerca.

La instalación parecía haber causado poca impresión en los lugareños. Un adolescente que vendía naranjas en una esquina de la calle nunca había oído hablar de eso. Mientras esperaba en la fila de una tienda de autopartes, un hombre llamado Fabio Carvalho dio por sentado que los fondos para el hospital habían sido malversados. “El dinero se ha ido por todas partes”, dijo.

La historia en Nova Iguaçu se ha replicado en ciudades de todo el país, con hospitales temporales prometidos que se encuentran meses inacabados o no equipados en la pandemia. Los desafíos para ponerlos en funcionamiento son un recordatorio de que de todas las desventajas de Brasil en la lucha contra la COVID-19, la corrupción, y las fallas relacionadas con el Estado en la entrega de proyectos esenciales, son las más desalentadoras.

Luiz Inácio Lula da Silva, quien se desempeñó como presidente de 2003 a 2010, fue encarcelado por cargos derivados de la Operación Lava Jato, una investigación en expansión sobre el soborno que involucra a la compañía petrolera estatal, Petrobras.

Bolsonaro, quien se comprometió a limpiar los escándalos asociados con Lula y su sucesora, Dilma Rousseff, se vio envuelto en acusaciones de que intentó evitar que la policía federal investigara a su familia. En este contexto, tanto el presidente actual como el anterior niegan haber actuado mal.

No es sorprendente que la repentina necesidad de Brasil de más máscaras, batas, ventiladores y camas de hospital, ya complicada por la escasez mundial del mismo equipo, fue aprovechada por burócratas y políticos que buscaban ganar algo de dinero extra.

La policía en varios estados está investigando el posible uso indebido de fondos, los pagos excesivos por suministros que nunca llegaron y la entrega de contratos para empresarios políticamente conectados.

Funcionarios de salud en los estados de Pará y Río de Janeiro han sido despedidos, mientras que los legisladores en este último están tratando de expulsar al gobernador Wilson Witzel por sospechas de que usó contratos hospitalarios para llenarse los bolsillos. Witzel, por su parte, dice que las acusaciones tienen motivaciones políticas y que no hizo nada malo.

Brasil no tiene recursos médicos para manejar esta epidemia que todavía se está expandiendo y mucho menos una segunda ola de casos. Para empeorar las cosas, julio, agosto y septiembre son meses de invierno en el hemisferio sur, lo que podría generar un aumento aún más rápido de las infecciones.

Los investigadores de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro estiman que los casos podrían llegar a 1.4 millones antes de finales de junio, lo que elevaría el número de muertos a casi 60.000. A mediados de julio, dice el Instituto de Medición y Evaluación de la Salud de la Universidad de Washington, Brasil superará a Estados Unidos en muertes per cápita.

“Todavía nos quedan muchos meses”, dice Julio Croda, un epidemiólogo que anteriormente trabajó en la vigilancia de enfermedades infecciosas en el Ministerio de Salud de Brasil. “Lo que es triste de ver es que la curva aún se está inclinando”.