Un móvil colgado en el corredor de su casa es lo primero que se aprecia al ingresar. Tiene escrito en letras blancas un mensaje simple, pero esperanzador; «Dios bendice este hogar». La inscripción no es un simple mantra ni es un relleno para el adorno de arcilla sino más bien la confirmación de fe de toda una familia que, en medio de la pandemia, depende más que nunca de la gracia divina. «Se trabaja cuando se puede. Se come lo que hay», es la frase de resignación que dice el señor Álvaro González, habitante del sector Los Moyetones Uno, cuando se le pregunta cómo se vive con coronavirus.
Osman Rojas | LA PRENSA DE LARA
El hombre tiene casi seis meses escuchando en la televisión el mensaje institucional de «quédate en casa» que da el presidente Nicolás Maduro. Entiende que hay un virus mortal que apareció en China a finales del año pasado y reconoce que hay muchas personas enfermas, pero no se identifica con las imágenes que acompañan la petición del mandatario nacional, pues en su casa no hay televisor pantalla plana para ver, no hay una taza de café que tomar y tampoco hay una cena que se pueda compartir en familia.
Todo con lo que cuenta Álvaro es con un puñado de arroz blanco que guarda para el almuerzo. Un poco de harina de las que salen una, cuatro o cinco arepas pequeñas (insuficiente para las siete personas que viven con él) y una bolsa con manzanilla que tendrá que tomar simple porque no hay azúcar. Tiene en la nevera ají dulce, cebolla y un pimentón. En el congelador, espacio donde debería ir la carne, el pollo o el pescado, hay tres envases de refrescos llenos de agua. «Así es mi quédate en casa», dice el hombre que trabajaba en el Mercado Mayorista de Barquisimeto y que se ha visto en la necesidad de buscar ingresos por otro lado, pues con el cierre de Mercabar, se quedó sin trabajo.
«Limpio jardines y pinto casas, pero en medio de este virus nadie está haciendo remodelaciones. No sale trabajo», reconoce. Para el señor González la pandemia lo único que hizo fue desnudar el hambre de toda una población. «Con el coronavirus se duerme mal, porque uno no para de pensar en cómo resuelve el día a día. Se trabaja más, porque todo el día andamos buscando qué hacer para poder sobrevivir y se come menos porque lo que se gana se va en una harina», dice.
Cuando se le pregunta qué pasa por su cabeza al ver tanta necesidad el hombre es tajante. «A veces siento que esto es como una pesadilla. El problema es que uno no despierta».
Frente a la casa del señor González hay una pared grande de alambre y bloque. Allí está la vivienda de la señora Yaritza Bento, ama de casa que trabajaba con la venta de empanadas y arepas dentro del Mercado Mayorista. Al igual que muchas mujeres Yaritza se ha visto en la obligación de improvisar para poder alimentar a sus hijos. «Antes era relativamente fácil porque me iba para Mercabar y vendía la mercancía, pero ahora no tengo cómo hacer», dice.
Bento tiene harina precocida en una olla que está frente al fogón donde cocina; sin embargo, eso no es para ella o su familia. «Para el uso interno consumimos el maíz que es más barato. La harina la dejo para trabajar». Eso es quizás lo más desgarrador para Yaritza. Sabe que a su familia le gustaría comer arepa de harina pan, pero ese es un lujo que no se puede permitir. «Se busca ahorrar hasta lo más mínimo», comenta.
A Bento y a sus hijos les gustaría resguardarse del virus viendo alguna de las series que ofrece Netflix en estos momentos, pero la realidad que les tocó vivir a ellos es la que no cuentan las autoridades. Su historia es la misma de cientos de miles de venezolanos que se han encontrado de frente con la pobreza. Los que tienen que improvisar para ver cómo desayunan o cenan.
«Es normal que la crisis terminen desnudando la realidad de los países. Estamos en medio de una sociedad empobrecida que busca de forma desesperada la supervivencia. Lo más triste es que, con el paso del tiempo, las generaciones van aceptando esta condición como algo normal. Eso es lo que ha pasado en naciones pobres de África o América», reconocía el sociólogo Anthony Piña, al ser consultado por LA PRENSA.
Esta resignación es conocida en la psicología como «desesperanza aprendida» y es un patrón que parece estar presente en las poblaciones más vulnerables. En la comunidad Simón Rodríguez, ubicada justo detrás del Terminal de Transbarca, se puede evidenciar esta situación. Allí se habla de la pandemia no como algo transitorio sino como una etapa que llegó para quedarse.
«Hay que aprender a vivir con el virus», dicen las personas cuando se les pregunta qué es lo que están haciendo en medio de la crisis generada por el coronavirus. Allí los habitantes de esta localidad también han visto el rostro más cruel de la pandemia. Señalan que el tema de la alimentación es crítica, no tienen agua para poder lavarse las manos o bañarse con regularidad. No hay luz, no hay trabajo y abunda el hambre.
«Hoy se come y mañana se ve. Esa es la ley de la guerra y es la ley de la comunidad». La frase bien podría estar pegada en el letrero azul que dice «Simón Rodríguez» y que avisa a los conductores que suben por la avenida Florencio Jiménez que han llegado a un lugar en donde las personas han aprendido a cohabitar con el hambre.
El lugar que utiliza el nombre de uno de los personajes de mayor relevancia en la historia venezolana tiene cientos de historias que contar. Todas están relacionadas con la desnutrición infantil y es que, de cada diez niños en la localidad, nueve tienen problemas con la talla y el peso. «No es que seamos malos padres es que a veces no hay qué darles», dice Isamar Vásquez, vocera de la comunidad.
En este lugar LA PRENSA visitó cinco viviendas. Una de ella fue la de la señora Yormari Alburja, mujer discapacitada que trabajaba vendiendo empanadas frente al Edificio Nacional y que tiene casi seis meses sin poder ir a trabajar. Ella vive con su hermana y con sus dos sobrinos. Dos niños, uno de cuatro años y otro de un año y cinco meses, que están en estado de desnutrición .»Dijeron que les iban a dar una bolsa para alimentarlos a ellos, pero no ha llegado», señala.
Alburja recibe ayuda de una hermana que esta en Ecuador, pero lo máximo que recibe son diez dólares quincenal. «Con eso nos toca sobrevivir. No queda de otra», dice.