Es casi imposible de encasillar. No es ni blanca ni negra, ni conservadora ni progresista, feminista pero no militante del movimiento, propicia la mano dura contra el crimen, aunque lucha porque las cárceles no estén llenas de hombres negros. Kamala Harris fue una rara avis dentro del pelotón de candidatos presidenciales demócratas en las primarias y lo seguirá siendo en los próximos cuatro años como Vicepresidenta. También hará Historia, es la primera mujer en llegar a ese puesto.
Harris es senadora por California, tiene 54 años, está casada con un abogado judío que tiene dos hijos de un anterior matrimonio. Es hija de una científica india y un economista jamaiquino. Su hermana, Maya, es una dura comentarista y panelista de la cadena de noticias MSNBC. Fue la primera mujer fiscal del distrito en San Francisco y la primera fiscal general de California mujer/negra/asiática. Un hito en un país donde el 80% de los fiscales son hombres y el 90% blancos. También es la segunda mujer negra que se convirtió en senadora. Cuando llegó al Congreso, hace dos años, se hizo una promesa y aseguró que su principal motivo para estar allí era “sacar a Trump de la Casa Blanca, por juicio político o por las urnas”. Lo logró.
Como senadora siempre se presentó como una negociadora que puede atraer a un amplio espectro de votantes de centro. En lugar de tratar de reconvertir la economía, sus propuestas buscan resultados incrementales, creando valor sobre un producto que ya existe y añadiéndole innovaciones permanentes. Su foco está en los grupos históricamente marginados como las mujeres, los negros y los blancos de bajos ingresos. Sus agudas habilidades para el debate y su personalidad afable la convierten en una contendiente de cuidado del Poder Ejecutivo y en una “guardaespaldas” aguerrida para cuidar a Biden.
Sus orígenes sirven para reforzar sus credenciales políticas. La madre, Shyamala Gopalan, hija de un diplomático brahmán de Chennai, se graduó de médica en la Universidad de Delhi y, para evitar un matrimonio arreglado, se fue a Berkeley a estudiar Nutrición y Endocrinología. Allí, conoció a otro estudiante graduado, Donald Harris, de Jamaica, que estaba cursando un doctorado en Economía. Los dos militaban en el movimiento de los derechos civiles. “Ambos se identificaban como personas negras y oprimidas por un mundo dominado por hombres blancos”, contó en una entrevista un colega de aquellos años. “En aquel entonces, en la medicina y la economía no había mujeres indias u hombres negros”. Se casaron cuando aún estaban en la escuela de posgrado. Kamala nació en 1964, Maya vino en el 66. Siete años más tarde, estaban divorciados y las chicas dejaron de ver a su padre por más de una década.
Kamala mamó la política desde la cuna. Su madre recuerda que la llevaban a las marchas en Berkley, entre hippies y activistas, cuando aún no caminaba. “Iba en su cochecito, muy interesada, y después en casa recitaba las consignas que gritábamos en la calle”, contó. “Cuando aprendió a escribir, le mandaba cartas a Nixon para que dejara de bombardear Vietnam”. También lideró una protesta infantil en el bloque de departamentos donde vivían. Los mayores no les dejaban jugar en el patio. Los niños, con Kamala al frente, se organizaron y ganaron ese derecho.
Según el libro de memorias “The Truths We Hold” que Harris publicó como puntapié inicial de campaña, se quedaron a vivir con su madre en una casa de estilo mexicano, muy cerca del campus de la universidad. La unidad familiar era absolutamente matriarcal: “Shyamala y las niñas”. “Mi madre cocinaba como una científica”, escribió. “Tenía una cuchilla gigante de estilo chino con la que picaba y un armario lleno de especias. Me encantaban las historias que contaba sobre la comida. De acuerdo a las especies que usaba, podían ser simplemente una comida hindú o un sanador para algún problema del alma”. Las costumbres y la cosmología india marcaron su vida. El nombre Kamala significa loto y también es otra forma de llamar a la diosa Lakshmi.
Harris estaba siempre rodeada de intelectuales y activistas afroamericanos. Ella y su hermana, se identificaron siempre como negras. No se veían como hindúes ni tampoco caribeñas. Pasaron algunos veranos con la familia de su padre en Jamaica, pero siempre se sintió más arraigada a los descendientes de los esclavos que llegaron de África que al desborde de los isleños. Aunque cuando le preguntaron si había fumado marihuana, respondió entre carcajadas: “Y tú que crees. Vengo de Jamaica…”.
Se graduó en Ciencias Políticas y Economía en la prestigiosa Howard University de Washington, donde estudiaron los máximos referentes de la comunidad negra estadounidense. Y se doctoró en Derecho en la Universidad de California. La tentaron de varios estudios de San Francisco, pero ella prefirió iniciar su carrera directamente en la función pública. Se convirtió en asistente del fiscal del condado de Alameda. Allí conoció a Willie Brown, que era entonces el presidente de la Legislatura de California, poderoso dirigente demócrata que rondaba los cincuenta años. Se enamoraron. A pesar de la enorme diferencia de edad, convivieron durante dos años, mientras Brown mantenía su matrimonio. Él se hizo famoso cuando se autointerpretó en un pasaje de la película El Padrino III. Fue su mentor político, la presentó en los círculos del poder y la colocó en varios puestos estatales. Cuando Brown decidió presentarse como candidato a la alcaldía de San Francisco, se terminó el amor. Kamala era demasiado explosiva para pasar desapercibida en una campaña. Pero volvieron a trabajar juntos cuando Brown llegó a la gobernación.
En esa época conoció a Gavin Newsom, otro protegido de Willie Brown, y actual gobernador de California. Se hicieron íntimos amigos e iniciaron una asociación política que se mantiene hasta ahora. Los llaman “los mellizos”. Y como buenos “hermanos”, compitieron durante todas sus carreras. Cuando él fue vicegobernador, ella era Fiscal General. Y cuando ella anunció que se presentaba como candidata a senadora, él lo hizo a gobernador. Ambos ganaron. “Mellizos” y exitosos.
Durante gran parte de su vida, Harris fue una muy atractiva soltera, sin hijos, centrada en su trabajo. A los cincuenta, sintió que ya era hora de tener una pareja estable. Se casó con Doug Emhoff, un abogado de Los Ángeles, en una pequeña ceremonia civil en 2014. Cuando Harris no está en el Congreso o en campaña, viven juntos en el elegante barrio angelino de Brentwood. Emhoff cocina y siempre le deja comida casera preparada en la heladera. Él tiene dos hijos de un matrimonio anterior, Cole y Ella, que llaman a Harris, cariñosamente, “Momala”.
En su primer libro, “Smart on Crime”, Harris se presenta a sí misma como una innovadora en justicia penal. Cuando fue fiscal general introdujo una ley por la que se imponen multas y hasta condena de cárcel a los padres que no obligan a sus hijos a ir a la escuela. Recibió muchas críticas desde el progresismo, pero Harris los enfrentó con las estadísticas. Los estudiantes de secundaria de San Francisco no iban a clases al menos un día a la semana. Un estudio que encargó su oficina descubrió que el noventa y cuatro por ciento de las víctimas de asesinato de la ciudad, menores de veinticinco años, habían abandonado la escuela secundaria. La educación pública, argumentó Harris, es la última defensa contra una vida criminal. Comenzó a citar a los padres de chicos con problemas. Procesó a veinte de ellos y en un año la tasa de ausentismo escolar en el distrito cayó un treinta y dos por ciento. También presentó varias iniciativas para endurecer las condenas por diferentes delitos. Sus críticos dicen que no defiende a los negros de la brutalidad policial. “Se hace la progresista, pero en realidad defiende la mano dura. Es peor que Rudy Giulliani (el ex alcalde de Nueva York que impuso la “tolerancia cero”)”, la acusó James Sanchis, un líder social de los “sin techo” de San Francisco.
Harris asegura que su visión del progresismo “no depende de una revisión general del sistema sino de un enfoque deliberado e interactivo: intentas algo, regresas, lo retocas, lo intentas nuevamente”. Este enfoque se ajustaba a los puestos que tuvo y al estado grande y políticamente heterogéneo que representa. Samuel Popkin, un politólogo de UCLA, explicó a la revista The New Yorker: “Como fiscal general, Harris tuvo que hacer un duro equilibrio entre los derechos de los negros (con la campaña Black Lives Matter) y el derecho de policía. Eres el árbitro y tu papel es hacer infelices a todas las partes. Eso sirve para ser Fiscal General o Senadora, pero cuando llegas a la Casa Blanca, esa estrategia no funciona. Tienes que tomar partido. No te puedes ubicar en el medio de todo. Debes presentar los temas con mucha claridad. Y eso es lo que puede complicar a Harris, pasar de un tipo de candidatura a otra”.
Su especialidad como fiscal fue la de perseguir a depredadores sexuales, acosadores seriales y estafadores. Por esa razón, repitió en la campaña que es la mejor preparada para enfrentar a Trump. “Créanme que conozco a los acosadores y violadores y Trump llena todos los casilleros”, dijo. Y agregó que el presidente es “un especialista en fraude”. “Asegura que es el mejor presidente de la última generación…¡Bueno, voy a tener que representar como abogada a Barack Obama y a Joe Biden porque acá hay una usurpación de identidad¡”, bromeó ante una audiencia que la aplaudió hasta que les quedaron las manos rojas. Y no se olvida ni un momento de su condición de fiscal. En el Senado aseguran que durante las audiencias es la que hace las preguntas más duras y capciosas. Lo mismo ocurrió en los debates de las primarias demócratas con los otros 19 candidatos cuando todavía atacaba a Biden, que estaba primero en las encuestas. Lo acusó de no entender las leyes de acción afirmativa (benefician a las minorías) y de haber apoyado indirectamente la segregación en los autobuses que llevan a los chicos a la escuela. Puso el ejemplo de una niña que viajaba en esos micros y remató con un: “Esa chiquita era yo”. Con esa simple retórica descolocó a Biden y al día siguiente comenzaron a venderse como donuts camisetas con una foto suya de pequeña y la frase impresa.
Todo hasta que Biden la sumó a la fórmula y le prometió hacer historia. Lo lograron. A partir del 20 de enero tendrá su oficina en el edificio de estilo francés ubicado a un costado de la Casa Blanca con un pasillo subterráneo que la lleva a una puerta muy cercana al Salón Oval. Allí, tendrá que desplegar el papel que más le gusta, el de la implacable fiscal. Como la definió un abogado rival suyo en un importante juicio: “Es como un virus informático, una vez que encuentra una puerta de entrada, no para hasta borrarte de la pantalla”.