La historia secreta de la única biografía oficial de Diego Maradona

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Fue la etapa más gloriosa del astro mundial. Desde sus inicios en Cebollitas hasta su máxima consagración que lo transformó en leyenda. Una musa inspiradora que acompañó a miles de deportistas de todo el planeta y conmovió a millones de fanáticos a los largo de los años.

Infobae

Fueron 38 horas de grabación en 41 días de entrevistas que me demandaron dos viajes a La Habana; luego, otros tres meses para transcribir, llevar a cabo la redacción original y la obligada corrección. Finalmente, medio año más para su procesamiento industrial.

Transcurría febrero del 2000 y en el aeropuerto José Martí se imponía una oscuridad quieta y sigilosa que dilataba la esperanza clara del primer sol. Estábamos ansiosos por ver a Diego quien se hallaba recuperándose del gravísimo colapso de salud sufrido en Punta del Este el 4 de enero del 2000 y que derivó en su angustiante internación en la FLENI de Belgrano a lo largo de 23 días.

Ahora Diego se hallaba en La Pradera, un centro de rehabilitación de justificado prestigio en el cual realizaría la etapa de recuperación. Algo así como un milagro de Dios pues al partir desde Buenos Aires en un avión sanitario el 22 de enero, solo tenía sano el 38 por ciento de su corazón.

Quienes viajábamos hacia Cuba éramos tres miembros de la fundacional Torneos y Competencias: Sebastián Rainelli –exitoso Gerente de Contrataciones de la época y titular de la ACTC Media y MD Producciones–, el abogado Javier Ordoñez –a cuyo cargo quedaría la redacción y legalización del contrato– y yo – por entonces integrante del programa Tribuna Caliente– honrado por la propuesta de escribir la biografía de Diego a pedido de ambas partes.

En el vuelo supe que el libro sobre la vida de Maradona era –hasta ahí– un ambicioso proyecto pues todo lo tangible eran conversaciones cordiales y buenas intenciones. El emprendimiento lo había asumido la TyC Entertaiment cuyo gerente era Javier Schmidt y su director Diego Ávila, el hijo mayor del visionario Carlos Ávila

Fue desde ellos que partió el proyecto encomendado a Sebastian Rainelli y a 10.000 metros de altura éste no tenía dudas que lograría la firma de Diego una vez que discutiera las condiciones con Guillermo Coppola, un hábil y difícil negociador bajo la simpatía de su profuso anecdotario.

La llegada al hotel Meliá Cohíba se pareció a un imaginado arribo a la “tierra prometida”. Estábamos cada vez más cerca de Diego y aún lejos de la firma del contrato. De ello dependía el sentido de nuestro viaje. Más aún, a esa altura ninguno de nosotros se había interesado por saber el valor de sus honorarios. Particularmente lo tomé como un privilegio de la profesión, una bendición de la vida y estoy seguro que para ellos también.

Recuerdo a La Pradera de entonces como un lugar extendido, silencioso, alejado como una media hora del centro de La Habana con el hospital a la entrada y unos cincuenta chalets a lo largo del predio. Algo similar al trazado de un country pero con los frentes vetustos de pintura avenjentada y los jardines sin el color de las flores cuidadas.

A unos 60 metros de la entrada le indiqué al taxista amigo que se llegara hasta la casa donde flameaba una bandera Argentina en el techo pues inequívocamente allí estaría Diego. Y aquella escena familiar al reencontrarlo jamás la olvidaré pues en aquel espacio leve y austero de un living elemental con silloncitos de mimbre, floraba el amor. Es que en ese chalet estaban Claudia, Dalma, Gianinna y los abuelos Doña Tota, Don Diego, Coco Villafañe –que ya no están– y Loly, la mamá de Claudia quien hoy a los 83 años atraviesa un difícil trance de salud.

Guillermo Coppola se alojaba en la casa contigua, a unos 30 metros, fácilmente comunicada. Imagino lo difícil que habrá sido para Rainelli –quien después realizó 16 viajes más a Cuba y organizó el partido de despedida de Diego en La Bombonera– y para el doctor Ordoñez –quien hizo otros dos viajes más– llegar a un acuerdo. Creo memorizar que entre nuestra llegada, las discusiones de días enteros, la firma del contrato y la posterior legalización en el Consulado Argentino habrían pasado unos diez o doce días. Durante ese tiempo yo fui trabajando pues Diego se mostraba dispuesto e intuía que todo habría de llegar a un conveniente acuerdo. Y sabía, además, que si no hubiera sido así, le hubiera entregado todo lo grabado.

Esta experiencia me dejó momentos imborrables:

— Claudia sentada en el piso con un Laptop –una verdadera revolución hace 20 años– respondiendo todos los miles de mensajes que le llegaban a Diego desde todo el mundo; ella se los refería a Diego y luego los contestaba uno por uno con profundo amor.

— El primer día que el fisiatra cubano Vladimir indicó que Diego ya podía salir a trotar –otro milagro– formamos un grupo del que participamos –obviamente– Vladimir, Claudia, Guillermo y yo. Hicimos 6 kilómetros alrededor del predio en unos 40 minutos y Diego ni se agitó, increíble después de todo cuanto había sufrido.

— En la puerta de La Pradera había dos vehículos estacionados: una ambulancia marca Skoda y una de las dos limusinas negras Mercedes Benz que transitaban por Cuba –la otra era la de Fidel– a disposición de Diego. El chofer se llamaba Alfred y le decían Guaro. La enfermera (Marita) permanecía desde las 9 de la mañana hasta las 9 de la noche, tenía un médico de guardia exclusivo durante las 24 hs, un kinesiólogo, un fisiatra, un masajista, un cocinero, dos mozos que estudiaban medicina y dos mucamas. No es todo: le acondicionaron una canchita para futbol tenis cerca de la entrada y le emplazaron otra para jugar un 6 contra 6 hacia el fondo, a unos 70 metros. También le colocaron una antena parabólica satelital para que pudiese ver todo cuanto ocurriese en cualquier parte del mundo y dos televisores: un Samsung de 21 pulgadas y otro Sony exclusivo para ver los canales argentinos. Fue de tal manera que la familia de Alfredo Tedeschi, camarógrafo argentino que trabajaba para Reuters, sintiera cierto alivio cuando todo esto quedo listo pues su casa –que contaba con esas facilidades por ser corresponsal extranjero– era permanentemente invadida por Diego y sus amigos. Creo que la última vez que su domicilio fue “tomado” –también para usar la piscina y comer asados– fue en oportunidad del partido por las Eliminatorias que la selección argentina le ganó a Chile por 4-2 en el Monumental el 29 de marzo de ese año 2000.

— Fue en el primero de los viajes –luego no habrá más remedio que mezclarlos para que la narrativa evite la cronología y destaque lo esencial– que vi la escena más tierna de todas cuantas recuerdo: fue durante un partido de bochas con su padre. Los Maradona fueron caminando hasta la cancha, Don Chitoro (el padre) eligió las rayadas y jugaron como niños ingenuos y frescos hasta la sonrisa ancha y entera del amor filial. Luego Diego regresó a la casa tomando a su padre del hombro y mientras caminaban se miraban a los ojos como diciéndose todo lo se querían decir pero sin pronunciar palabra. Así era Don Diego, un sabio tierno y silencioso, capaz de transmitir su amor con la mirada y la sonrisa.

No todos los días pude grabar a Diego. Yo estaba firme en La Pradera a las 9 y allí permanecía hablando con Guillermo o con algunos visitantes que lograban ingresar mientras que otros que se quedaban esperando horas, días enteros. Hubo una etapa inicial que fue mientras estuvo Claudia y la familia y otra cuando ellos regresaron a Buenos Aires a fines de febrero por el comienzo de las clases de las chicas. A medida que iba mejorando la salud de Diego me resultaba más difícil metodizar el trabajo programado. De aquellos días en los cuales todos debían pesarse antes de cenar y anotar su peso en una amplia cartulina para estimular a que Diego hiciera lo propio cual equipo, ya sin Claudia en La Habana iba quedando poco. De las voluminosas ensaladas como entrada, una presita de pollo o un pequeño bife de 180 gramos, Diego pasó a un estado de desdén. Alguna vez ocurrió de no haberlo visto por más de un día. Y entonces le preguntaba a Guillermo, quien también lo padecía con subordinado silencio:

— Guille, ¿por qué no subís y le golpeas la puerta?, ¿no necesitarán algo?, ¿no estará descompuesto?

— Nadie conoce al 10 más que yo… Quédate tranquilo que están bien, cuando tenga ganas, bajará, me respondía.

— Pero Guille es el segundo día que no baja, que está encerrado en la habitación…, insistí.

— Cuando no se asoma es porque está bien, muy bien…, me contestó.

En esos días de ausencia, decenas de personas se llegaban desde cualquier parte del mundo para ver a Maradona. Estas podrían ser empresarios, turistas, artistas, cholulos, falsos influyentes o ex jugadores gloriosos, algún campeón del mundo incluido. No había caso: debían esperar y muchas veces abandonar La Pradera con una tremenda frustración. En cambio Diego nunca dejó de sacarse fotos, autógrafos, darle palabras de aliento y dialogar con quienes se estaban recuperando de diferentes lesiones neurológicas. Recuerdo varios casos. Uno fue el un chico de un pequeño pueblo santafecino que ayudaba a colocar las luces en una cancha de futbol de su pueblo y se produjo una descarga eléctrica que lo precipitó a tierra desde 25 metros. Y hubo más casos de pacientes –argentinos o no– que llegaban en sus sillas de ruedas, hemipléjicos o parapléjicos con muletas o bastones canadienses… Traídos por alguno de sus sufrientes padres; a esos Diego no les fallaba.

Un caso que recuerdo –no el único de celebridades– fue un llamado de Eric Clapton, el famoso –y vigente– guitarrista inglés de los 60′. Guillermo recibió su llamado –como todos los llamados para Diego– y lo trató con mucho respeto y gran admiración. Clapton de The Yardbirds y Cream, que tocó con Los Beatles y otras notables bandas, quería ofrecerle a Diego una estadía en su isla del Caribe puesto que el notable artista es dueño de una isla donde dijo que se recuperó de su adicción a las drogas y podía ayudar a Diego a hacer lo propio. Una noche serena, estrellada y atravesado por una brisa acariciante, Coppola le contó: “Sabés que Eric Clapton tiene una isla donde se curó y te invita…”. La respuesta de Diego no fue elíptica: “Que se meta la isla en el o…”.

A pesar de las interrupciones, de los diez días de febriles gestiones de Rainelli y Ordoñez, de las visitas esperadas y de las inesperadas, terminamos de grabar con la ayuda de Guillermo que conoce minuciosamente una gran parte de la vida de Diego. Se diría desde la negociación para firmar para Boca en el 81′ –en la cual él representaba a los jugadores involucrados– hasta la consagración en Napoli, luego un breve paréntesis que abarcó su paso por el Sevilla (1992), por Newell’s (1993) en los cuales su representante fue Marcos Franchi.
Después del renganche en la segunda etapa en Boca, Coppola sabía cosas de Diego más que el propio Diego y ese aporte también fue quedando en el testimonio. Lo sorprendente de Diego es su memoria: yo no podía creer que se acordara de formaciones de equipos que él integró en partidos aún sin relevancia. O de jugadas, de sus participantes, los minutos de juego, la actuación del árbitro, los hechos circundantes… Más aún, hemos compartido frente al televisor encuentros de futbol, de la NBA, del boxeo y resulta sorprendente su conocimiento y muy acertadas sus opiniones dichas con anterioridad a las incidencias. Un prodigio.

Afortunadamente el proyecto sobre el libro habría de optimizarse aún más pues en marzo del 2000 y por la oportuna indicación de Diego, se sumó Daniel Arcucci. Para mí esto significó una enorme satisfacción y una gran tranquilidad pues nadie conocía, conoce y conocerá más a Diego que mi ex discípulo y compañero Arcucci. Todos los originales pasaron por su minucioso filtro y esto garantizó la precisión de biblia pues antes que Google existiera, Daniel llevaba cada hito sobre la vida de Diego con la puntualidad de una sagrada escritura. Por cierto, esos originales debían ser firmados hoja por hoja por Diego y en su primer viaje a La Habana, Arcucci se dedicó a que tal cosa ocurriera incorporándose al resto de la delegación. Una vez aprobado todo lo escrito, la Editorial Planeta inició el proceso industrial que finalizó en septiembre del 2000.

El lanzamiento fue en el mediodía del 28 de septiembre de 2000 en el salón Pacifico del reciente inaugurado Hotel Hilton en Puerto Madero. Se habían acreditado 635 periodistas entre los de nuestro país, los corresponsales extranjeros y los enviados especiales que llegaron desde todo el mundo. Que sumando a los seleccionados invitados se superaban las 1000 personas.

Para evitar dificultades los organizadores previeron que Diego durmiese la noche anterior en el hotel. No obstante, cerca de las 10.30 nadie lo había visto. Pasadas las 11 no había noticias sobre Diego. La preocupación estaba cerca de la angustia. Coppola sonriente pedía calma: “El 10 es así, van a ver que a las 12 está aquí como un solo hombre…”, dijo ante la desesperación incipiente de los responsables.

Fue así que enterado del problema, uno de los invitados especiales vestido con traje negro, camisa blanca, corbata roja y un fino pañuelo de seda italiana en el bolsillo superior de su saco, se acercó y preguntó: “¿En qué habitación está…?». “En la 1016”, le respondieron. El elegante invitado dirigiéndose al ascensor se arriesgó al afirmar: “Déjenlo en mis manos…”. Sólo faltaban 35 minutos y nadie se había animado a llamarlo ni lo había visto.

Sin embargo, dos minutos antes de las 12, impecablemente vestido de negro con una camisa blanca de rígido cuello blanco, afeitado, prolijamente peinado y sonriente, Diego Maradona apareció en el proscenio del salón y los aplausos aturdieron el amplio espacio. El voluntarioso gestor miró a los organizadores con ojos vivaces y entrelazando sus manos les ofreció a la distancia una señal amistosa y cordial. Se trataba del ex presidente Carlos Saúl Menem…

El título del libro, entre muchas propuestas, lo definió el propio Maradona: “Yo soy el Diego de la Gente”. Así quedó traducido en 88 idiomas y se vendió en 102 países convirtiéndose en una inevitable fuente de consulta permanente.