“Quiero ser un palmero y subir al cerro“, cantan los “palmeros”, hombres y niños que extraen ramas de palmeras en el parque Ávila, una emblemática cadena montañosa que bordea Caracas, para regalarlas a los fieles el Domingo de Ramos.
Esta tradición, de más de 250 años, está en el registro de buenas prácticas de salvaguardia de la Unesco y aspira a ser patrimonio de la humanidad.
El sábado, recibidos por miles de personas, los palmeros descienden del parque Waraira Repano con las palmas, cruzando el exclusivo barrio de Chacao para llegar a la iglesia de San José de Chacao, donde el domingo se compartirá este tesoro con los devotos.
“Lloramos cuando entregamos las ramas. Es incomparable (…) Lo sentimos en el corazón”, explica Carlos González, un carpintero de 37 años.
Hace 250 años, la fiebre amarilla asolaba y el padre Mohedano -primer párroco de Chacao- pidió a los fieles que buscaran las ramas en las montañas, prometiendo perpetuar la práctica si la enfermedad desaparecía.
Carlos González y Álvaro Porras, de 36 años, se sumergen en el bosque seguidos por media docena de jóvenes hasta el lugar en donde acamparán.
Unos 300 palmeros se encuentran dispersos en este parque nacional para recolectar las ramas de palma, Caroxylum carifarum, una especie en peligro de extinción.
Buscan entre árboles que han plantado. Antes cortaban palmeras al azar, pero con el riesgo de hacerlas desaparecer, lo que también habría acabado con la tradición.
“Hoy somos palmeros los 365 días del año. Plantamos, limpiamos el monte. Hacemos operaciones en otros parques. Devolvemos a la naturaleza lo que nos da”, explica Álvaro.
“La subida es dura”
A los “palmeritos” (pequeños palmeros) Santiago Coriat y Joseph Rincon, ambos de 12 años, los embargan el miedo y la emoción.
“Estoy un poco nervioso. Es la primera vez“, dice Santiago, quien carga una mochila con comida, un saco de dormir y un budare (placa de metal) para cocinar arepas (tortitas de maíz).
Una carga que resultará demasiado pesada para el niño durante el difícil ascenso por encima de los 1.000 metros de altura. Álvaro y Carlos cargan unos 60 kg a la espalda.
Llevan comida, enseres para cocinar y dormir… Sin olvidar “las vitaminas” unas botellas de ron aderezadas con pesgua (una hierba serrana mentolada) para entrar en calor y animar el trabajo, bromea Carlos.
La luz de Caracas es suficiente para iluminar el empinado camino. Al principio prolijos, todos se concentran en su respiración. Las conversaciones y los cantos se detienen.
3:30AM. Primera parada para respirar. “La subida es dura pero bajando las ramas para los fieles, no hay sentimiento comparable cuando ves la alegría de la gente”, dice Álvaro.
Durante el ascenso, el grupo adelanta a otros que descansan o dejan pasar palmeros más rápidos. Algunos llevan rosarios al cuello o camisetas con el nombre del evento.
6:00AM. El amanecer despunta y el grupo se recuesta para dormir un poco en un mirador con vista a Caracas. Antes de reanudar el ascenso al campamento, donde se enciende una pequeña fogata y se reparte un refrigerio acompañado por nubes de mosquitos.
“Está la fe, la responsabilidad de perpetuar la tradición pero también está la amistad. Arriba estamos unidos. Todos somos uno”, explica Álvaro.
“Los espíritus de los palmeros fallecidos nos acompañan, sentimos su presencia”, asegura Carlos, palmero desde los 6 años.
“Estamos felices”
La tradición, que excluye a las mujeres, incluye una fogata y chistes impregnados por algo de alcohol.
“Lo que pasa en la montaña, se queda en la montaña”, bromea un palmero treintañero.
Los palmeros van en busca de las ramas. Caminan penosamente a través del bosque, escalando o descendiendo paredes empinadas, a veces a cuatro patas…
Álvaro enseña a los más jóvenes cómo manipular las palmeras sin causarles daño y que puedan regenerarse para el próximo año. Santiago y José son así “bautizados” cortando su primera rama.
El sábado por la mañana, después de dos noches en la montaña, bajan con las ramas al hombro. Para muchos, es una especie de “estaciones de la cruz”, una forma de penitencia.
“Estamos felices de haber cumplido la misión. No importa el dolor o el cansancio“, resume Jean-Paul Blanco, tatuador.
Al son de fanfarrias, petardos y acompañados de bailarines, los palmeros desfilan por la ciudad, pasando en particular por un barrio popular llamado El Pedregal, de donde provienen en su mayoría.
“El Pedregal es una gran familia. Cada vecino tiene un antepasado en común“, apunta Álvaro.
Hacen paradas frente a las casas de los palmeros fallecidos, donde las familias cuelgan retratos.
“Es como si nos estuvieran esperando en la puerta de su casa“, dice Carlos al pasar frente al hogar de un anciano.
4:00PM. Los palmeros llegan a la iglesia en donde el sacerdote bendice las ramas antes de colocarlas en la casa parroquial.
Es el final de la aventura. La fatiga y la emoción se mezclan. Se abrazan, gritan, besan, lloran, ríen. “Misión cumplida”.
AFP