Sobre la maldad, por Paulina Gamus

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«Si estudias la historia de los perpetradores descubres que procedían de muy diferentes pasados. No hay una manera típica, un camino único de convertirse en genocida. Todos tenemos la capacidad y el peligro de serlo. Observando a los nazis no puedes identificar un sector de la sociedad del que provenían los asesinos». Jacinto Anton, entrevista a Peter Longerich, biógrafo de Heinrich Himmler.

TalCual

Heinrich Himmler fue quizá el hombre más poderoso del Tercer Reich, después de Hitler. Jefe de las SS, de la Gestapo y organizador de los campos de exterminio. Después de observar el funcionamiento de las cámaras de gas en Auschwitz, les dijo a sus acompañantes: «Vamos a tomarnos unos vinos». Esa indiferencia hacia el dolor ajeno y la frialdad para perpetrarlo fue lo que Hannah Arendt describió como «la banalidad del mal».

Cuando Venezuela fue refugio de perseguidos por las dictaduras militares de Chile, Uruguay y Argentina, resultaban espeluznantes las narraciones de los sobrevivientes sobre las torturas que practicaban precisamente elementos militares. Su sadismo parecía único e irrepetible.

Confieso que para entonces tenía un concepto bastante elevado de la moral de nuestras fuerzas armadas. Durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, el centro de torturas por excelencia era la Seguridad Nacional, dirigida y conformada por civiles. Es innegable que durante los primeros gobiernos democráticos también hubo excesos en el trato a los presos políticos. Que fueran los años de la guerrilla castrocomunista que procuraba destruir la democracia y que cometía asesinatos, no hizo excusables esos hechos. Los perpetradores de las torturas también eran civiles.

Al llegar Hugo Chávez al poder, muchos temimos que su mensaje de odio inspirado en el nazismo al dividir a la población en los «buenos», los chavistas y los «malos», las cúpulas podridas, los escuálidos, etcétera; se desatara una ola de violencia contra los adversarios del régimen. Pero el odio quedó en el discurso, la idiosincrasia venezolana fue el freno para no pasar a mayores. De esos años supimos de muchas detenciones arbitrarias, pero el tema tortura no estaba en el tapete de las constantes violaciones legales y constitucionales cometidas por ese gobierno. Y así llegamos al régimen de Nicolás Maduro que ha hecho de la maldad su enseña, su consigna y su razón de ser.

No caeremos en el exceso de comparar a Maduro, Cabello o Padrino López con Heinrich Himmler. Los crímenes que se han cometido con su consenso o bajo su amparo, no llegan a nivel de genocidio. Pero hay maldad implícita en cada una de sus acciones y decisiones. La tortura a los presos de conciencia es ya moneda corriente y esta vez no son civiles los perpetradores. Y cuando esos presos son militares acusados de traición o sedición, la crueldad va in crescendo. Pero allí no queda la maldad, esta se extiende a distintas personas y áreas de la vida nacional.

Hay maldad en el bloqueo, cierre y confiscación de casi todos los medios de comunicación independientes. Privar a un pueblo de estar libremente informado es infamante. Y expoliar a los propietarios de esos medios es inconstitucional.

Ninguna maldad puede compararse a dividir a toda una población en privilegiados, quizá un 10%, y marginados el otro 90% . Para los privilegiados están los bodegones, los restaurantes más caros, los automóviles más costosos, los pozos que han cavado para no sufrir escasez de agua, las plantas eléctricas para no padecer los cortes de luz. A ese 10% le es indiferente si Maduro se queda o se va, si torturan o no y si el 90% de sus compatriotas padece hambre, cortes de electricidad por varios días consecutivos y carencia casi absoluta de agua.

Hay maldad, más bien sevicia, en privar de libertad a unos ancianos que protestan por las ínfimas pensiones. Y hay maldad extrema en la burla a la pobreza que hace Nicolás Maduro cada vez que entre risas, baile de reguetón y chistes de mal gusto, anuncia nuevos bonos con nombres estrafalarios y cantidades irrisorias.

Hay maldad, pero sobre todo cinismo extremo, cuando Jorge Rodríguez anuncia —magnánimo— que dialogará con todos los sectores menos «con los corruptos de los 40 años que arruinaron al país». Nunca, desde que Cristóbal Colón piso la costa de Paria en 1498 y los españoles instalaron su imperio en esta «Tierra de gracia», hubo algún gobierno más corrupto y depredador que los de Chávez y Maduro en estos últimos 23 años. Y hay maldad con humillación, a los parlamentarios de oposición, ya jubilados y casi todos octogenarios y enfermos, a quienes se obliga a hacer colas de ocho o diez horas para recibir las infamantes cajas de alimentos y productos de higiene. Y esto solo a quienes viven en Caracas, los de la provincia ni siquiera eso. Se supone que los parlamentarios jubilados de AD y Copei son los «corruptos de los 40 años» a los que se refirió el impoluto Jorge Rodríguez.

¿Son malísimos en todo sentido esos jerarcas y numerarios del chavo-madurismo que torturan, confiscan, persiguen y humillan? Claro que no, con sus familias son una maravilla: amantísimos padres, excelentes hermanos, deferentes hijos. Como lo eran Goebbels, Eichmann, Fidel Castro, Pinochet y los gorilas argentinos. Claro con las diferencias naturales y sin ánimo de exagerar.

Un saludo solidario para todas las madres venezolanas que celebran su día una vez al año. Los otros a quienes no llamo como lo que son porque no uso palabras obscenas en mis artículos, tienen, para medrar y cometer sus maldades, los otros 364 días.