Desde mayo de este año se ha extendido por los principales museos europeos la nueva moda de ciertos bárbaros disfrazados de contestatarios. Tales damas y caballeros, muy preocupados ellos por el bienestar de la humanidad y los efectos de la contaminación, se han dedicado a atacar valiosas obras maestras de la pintura. Poco les ha preocupado el daño que han podido ocasionar y la eventual pérdida de piezas de nuestros referentes culturales.
Estas acciones no son nada nuevas, por demás. En 1911 le tocó a La ronda de noche de Rembrandt, cuando dicha pieza fue acuchillada; en 1914 fue el turno de la Venus del espejo de Velázquez, cuando la sufragista Mary Richardson la acuchilló siete veces mientras permanecía expuesta en la National Gallery de Londres; en esas mismas salas londinenses, en 1962, el objetivo fue La Virgen y el Niño con Santa Ana y San Juan Bautista de Leonardo da Vinci, cuando un pintor alemán le echó encima pintura roja; en 1974 la obra de arte escogida fue el Guernica de Picasso, que en aquellos días estaba expuesta en el MoMA de Nueva York y un merchand escribió sobre ella; en 1985 se ensañaron con la Danae de Rembrandt, que se exhibía en el Museo Hermitage de San Petersburgo, donde un infeliz roció la pintura con ácido sulfúrico y le dio varias cuchilladas. Y la lista sigue.
Pero este año son los que se dicen llamar ambientalistas los que iniciaron una sucesión de ataques que deja en entredicho su compromiso con el ambiente. ¿Han llamado la atención? No hay duda. Pero, ¿han logrado alguna reflexión sobre la causa que vociferan? En absoluto.
La primera fue La Gioconda, obra maestra de Leonardo DaVinci que fue atacada por un hombre disfrazado de anciana que saltó de una silla de ruedas y lanzó un pastel contra la pintura. Después le tocó al inglés John Constable, cuya obra La carreta de heno, expuesta en la Galería Nacional de Londres, fue atacada por un par de activistas de una comparsa llamada Just Stop Oil; cuyos miembros siguieron haciendo de las suyas. La siguiente fue Los girasoles de Vincent Van Gogh, para más tarde saltar a La Haya, Holanda, donde tres infelices derramaron salsa de tomate sobre La joven de la perla de Johannes Vermeer, en una de las salas del museo Mauritshuis. Una de las últimas “acciones heroicas” de estos jenízaros fue contra las Majas de Goya, la desnuda y la vestida, en el Museo Nacional del Prado.
No negamos que su preocupación de estos ¿activistas? tenga validez, pero erraron en la forma de la protesta. Solo han generado horror e indignación. Ojalá se imponga la cordura y encuentren maneras más efectivas de manifestar su angustia por nuestro bienestar. Dañando obras de arte, aquello que a fin de cuentas nos reconcilia con este caos en que vivimos sumergidos, definitivamente no es la vía.