Finalizó 2022, un año signado por la persistencia de la pandemia y el temor a una nueva ola de contagios, dado el «tsunami» del mal tildado incorrectamente de China, por ser el gigante asiático el país donde se originó la enfermedad que, desde finales de 2019, impuso nuevas costumbres a los habitantes de este mundo en el cual ahora conviven las guerras y la peste — el conflicto ruso-ucraniano, el más publicitado por localizarse en Europa, no es el único: en Yemen, por ejemplo, se contabilizan más de 200.000 muertos en una conflagración que ya dura 8 años, y en Myanmar, tras el golpe militar (los golpes de Estado siempre son consumados por los ejércitos), se registran decenas de miles de fallecidos—, de modo que el lavado compulsivo de manos y el uso preventivo de tapabocas Kn95, las cuales no se distribuyen gratuitamente, por lo que (piensa mal y acertarás) no es descabellado barruntar que sus fabricantes propician de alguna manera la propagación del covid-19, han supuesto una uniformización conductual a nivel planetario.
De las tragedias no se habla en Navidad y mucho menos en el comienzo de un nuevo año, a pesar de la inflación a escala global, que en tierra de gracia coquetea con «hiper», un elemento compositivo que denota exceso y seguramente prefijará a la economía vernácula de continuar sus gestores trillando el sendero de la locura, repitiendo, autómatas descerebrados, fórmulas fracasadas; sin embargo, es menester mencionar, aunque sea de pasada, las catástrofes derivadas del cambio climático, cuyas dramáticas consecuencias se traducen en perjuicios materiales y lamentables e irreparables pérdidas humanas.
En lo que a Venezuela concierne, el porvenir es opaco, si no negro. Comenzando con la defenestración de Juan Guaidó, cuyo sepelio político perpetró anteayer el G-3 (o 4) y continuando con la irresistible caída libre del bolívar hacia el cero absoluto, no se vislumbran mejoras. El pesimismo arroja sombras sobre el diálogo en México, al margen de la buena voluntad de los noruegos, entre otras cosas porque los oficialistas se hacen los suecos.
Dicho lo anterior, podemos fantasear y desear para la nación una mejoría sustantiva, preguntándonos: ¿será este el año del volapié, tal hubiese dicho un presidente refranero de la república civil o el de la continuidad roja ad aeternum? De decantarnos por esta última opción, queda el consuelo de la esperanza.