Las ideologías y sus trampas antidemocráticas, Por El Nacional

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La más eficaz defensa de la democracia la hizo Churchill con la frase que para siempre la definió como “el peor de los sistemas de gobierno, excepción hecha de todos los demás”. La fuerza de esta sentencia reside en su sinceridad, que de una vez corta cualquier discusión: la democracia no es perfecta, pero puede perfeccionarse, posibilidad vedada a los demás sistemas, a los cuales les falta la libertad, ingrediente de valor inapreciable que en más de dos milenios ha permitido al hombre crear la civilización occidental. A esa sinceridad que es inherente a la democracia, enemiga de la autocomplacencia, echamos mano para analizar la situación que hoy vive el sistema, absolutamente más peligrosa de la que vivió en la Segunda Guerra Mundial.

El Nacional

Es evidente y alarmante que no solo más allá del Mediterráneo y los Urales, donde a la democracia se la puede considerar una transculturación, sino en sus naciones emblemáticas de Europa y América, la democracia lucha hoy contra enemigos de gran magnitud. Tampoco puede negarse que esos peligros eran visibles desde hace décadas y fueron desatendidos por los estratos dirigentes, entregados quizás a la saludable competencia comercial que el sistema supone y a la urgencia de obtener buenos resultados electorales.

Mientras nos ocupábamos del desarrollo, los enemigos naturales de la libertad, el segmento sociopático que toda civilización genera, preparó un dispositivo mortal para destruir lo que la libertad ha creado. Para un sistema demasiado satisfecho de su éxito ha sido una sorpresa comprobar que aún en países donde ese éxito es evidente, si se lo mide en términos macroeconómicos, se han descuidado los desajustes que el crecimiento inevitablemente trae consigo. Ni siquiera podemos argumentar que esos preparativos diabólicos se hicieron en secreto. Los movimientos políticos a los cuales se creyó derruidos junto con el muro de Berlín no hicieron sino soterrarse y mimetizarse en una mutación que les ha hecho más resistentes a los tratamientos convencionales. Las nuevas banderas de lucha ya no son la lucha de clases, la liberación nacional y el socialismo como etapa previa al comunismo, sino la igualdad de género, la biodiversidad y el cambio climático, la exaltación de la homosexualidad y el lesbianismo, el matrimonio del mismo sexo. Temas que tradicionalmente han sido tolerados en los sistemas democráticos y perseguidos en los regímenes totalitarios de izquierda.

Ahora bien, hay que admitir que la necesidad de nuevos medicamentos requiere una revisión cruel de muchas verdades obsoletas, como la de que la prosperidad económica basta para evitar los conflictos sociales. La desigualdad es una realidad desagradable que no pertenece al sistema democrático, sino que se presenta en cada una de sus fases de crecimiento y se va disolviendo en la fase inmediata. En cambio, es característica e inherente a los sistemas de Rusia y China, donde funciona un capitalismo en tiranía que sí merece llamarse capitalismo salvaje. Pero esta vez tenemos que la velocidad del crecimiento la ha hecho más protuberante y, sobre todo, se ha presentado cuando las fuerzas antidemocráticas estaban listas para asaltar el poder. Una preparación que se produjo ante nuestras desdeñosas narices, mediante una hibridación de comunismo y fascismo, lo peor de los dos mundos totalitarios, a la cual se ha puesto el nombre, por cierto, inadecuado, de populismo.

La prolongada crisis económica, que empezó a fines de la década de los ochenta y se nos ha convertido en una tuberculosis crónica, alimentó un efecto dominó de desastres para la democracia: Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Perú y, últimamente, Brasil y Colombia. La conexión entre estos resultados americanos y los seudocapitalismos de Rusia y China, así como la debilidad de algunos Estados europeos que incluso aprovechan la confusión para obtener miserables ventajas económicas, es descarada y eficaz.

Por otra parte, la reacción de los Estados democráticos, carcomidos por sus izquierdas ilusas y por la peligrosa presunción de que las democracias deben jugar limpio, aunque el adversario no golpee sino debajo del cinturón, nos ha llevado a la actual precariedad del sistema, todo por falta de una vigilancia democrática permanente de parte de los demócratas de todo el mundo. Es imprescindible un nuevo relato que haga compatible el desarrollo económico con la justicia social que le es inherente a la libertad y jamás al totalitarismo de cualquier signo ideológico.

La utopía del siglo XXI no es la revolución sino las reformas sociales continuas, en el marco del Estado de Derecho, que aún sigue siendo el desiderátum para el progreso de las sociedades libres.