«El honor es su divisa» solía ser el eslogan de la Guardia Nacional, apellidada bolivariana, y aquí en minúscula por su sintonía con el patriotero evangelio chavista, como si tal identificación onomástica con el Libertador pudiese eclipsar las tropelías de esa pretoriana gendarmería, tenida como cuarto componente de la Fuerza Armada (también bolivariana, por supuesto), quizá a regañadientes del Ejército, la Armada y la Aviación —como ocurre asimismo con los milicianos (mil ancianos, en la jerga popular)—, entre otras cosas porque, en el desempeño de funciones represivas, sus oficiales, suboficiales y tropas se extralimitan en el uso de la violencia, una conducta a todas luces incompatible con su misión, claramente definida en los artículos 328 y 329 de la Constitución vigente.
De acuerdo con el antedicho articulado, «la Guardia Nacional tendrá como responsabilidad básica la conducción de las operaciones exigidas para el mantenimiento del orden interno del país»; sin embargo, tal se infiere de información reiterativamente divulgada en portales independientes, «en las últimas oleadas de protestas registradas en Venezuela, la Guardia Nacional ha sido la protagonista, y no por el hecho de proteger al pueblo, sino por ser el agresor principal de los ciudadanos».
Muertes, agresiones, violencia, amenazas, disparos y abuso de gases lacrimógenos son algunas de las imputaciones formuladas por defensores de los derechos humanos a la Guardia Nacional; hay, empero, una refrescante noticia publicada en la cuenta de Twitter del Comando de Zona 41 de la GNB en Carabobo que podría cambiar esa percepción y que fue reseñada en el portal de La Patilla con el título que se reproduce ad pedem literæ: «Comandos de la GNB ya no se resuelven con “matracas”: Funcionarios toman cursos de barbería y panadería».
Ataviados con chaquetillas de peluqueros, tocados con gorros de cocineros y calzados con zuecos en vez de chalecos antibalas, boinas rojas y las botas reglamentarias, ahora veremos a los «garantes de la paz ciudadana» luciendo albos delantales y tocados con altos gorros de cocinero, amasando tempranamente el pan nuestro de cada día, como corresponde a maestros pasteleros. Ojalá que no les dé por desatar una guerra de tortas contra la ciudadanía, a la manera de los Tres Chiflados, porque entonces el deshonor será su enseña. La matraca, por ahora, está en el horno.