¡C-19 SIN PIEDAD! Represión, Manipulación, Corrupción, Burocracia y Muerte

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Irma y Ana no se conocen, pero ambas, como cientos de familias venezolanas, han tenido que afrontar los trámites funerarios de seres queridos en medio de la pandemia. Un proceso burocrático que obstaculiza o impide el último adiós y en el que contar con algo de dinero marca algunas diferencias

Jesús Piñero

Morir por covid: la burocracia y el oportunismo no tienen piedad
Irma no supo cuándo su esposo Noel se contagió de covid-19, pero no olvidará jamás la fecha exacta de su muerte: el 27 de marzo de 2021 a las 3 de la tarde. Estaban en su casa, en Carapita. A él lo habían apartado en una habitación desde hacía dos semanas. No pudieron hacer otra cosa porque no quisieron atenderlo en ninguno de los hospitales que visitaron, ni siquiera mostrando la prueba que decía positivo.

Ella cree que se contagió a comienzos de marzo. El Liceo Luis Razetti, en San Martín, donde trabajaba su esposo desde hacía 36 años, había convocado a una jornada de limpieza y él tuvo que asistir porque era el jefe de mantenimiento.

Después de ese día aparecieron los síntomas.

Primero vino la fatiga, tanta como la que queda tras haber corrido un maratón. Luego perdió el gusto y el olfato. La fiebre alta, que le hacía sentir pesada la cabeza, precedió a la dificultad para respirar. Lo peor. En las madrugadas ella trataba de ayudarlo como podía: le echaba aire con una carpeta porque no tenía recursos para alquilar una bombona de oxígeno.

***
A comienzos de marzo Yolanda llegó a Caracas. Vino a visitar a su hijo que, después de 6 años, regresó de España a reencontrarse con su familia. A ella particularmente no le gustaba la capital, estaba feliz en El Tigre, estado Anzoátegui, pero la idea de ver nuevamente a su hijo la emocionó y decidió hacer el viaje.

Siempre fue una mujer sana. La tensión era lo único que se le subía de vez en cuando. Tres días después de su llegada, empezó a padecer de algunos síntomas leves, por eso decidió resguardarse en casa de su hija Ana. Nada parecía grave, hasta que llegó la dificultad para respirar.

Esa noche, la del 18 de marzo, su familia decidió llevarla a un hospital. Aprovecharon un contacto que tenían dentro para ingresarla, de lo contrario no hubieran podido atenderla.

La dejaron en una camilla porque no había camas ni habitaciones. Al poco tiempo, lograron estabilizarla y sintió mejoría. Afuera, su familia preocupada, solo se comunicaba con ella por el celular. A los contagiados con covid-19, se sabe, los mantienen aislados. Trataban de hablar a diario. Ella les decía que estaba bien, pero que se sentía agotada, que le compraran los insumos que pedían. En el hospital no había nada y ellos recorrían Caracas buscando medicamentos.

La última vez que hablaron fue el 21 de marzo.

«Hija, hoy no me pusieron tratamiento y sigo sintiéndome muy cansada», le dijo a Ana.

***
Los ataques de asma de Noel cada vez eran peores. El agotamiento lo mantenía en cama todo el día. Irma, angustiada, no hallaba qué darle. Guarapos de toronjil y malojillo, hierbas que encontraba cerca de su casa. Nada que mejoraba.

Deseaba que su esposo pudiera recibir atención médica urgente, pero no lo atendían en ningún lado. No tenían dinero para costear una clínica ni el transporte. En el Poliedro no lo aceptaron. Le dijeron que no había espacio. La idea de insistir en llevarlo a un hospital tampoco le agradaba: vio a personas llorar desconsoladamente en las afueras porque sus familiares entraban con síntomas leves y salían muertos.

Y Noel murió en casa el 27 de marzo.

De haber recibido atención médica ese trágico final pudo ser evitado. Eso lo pensó Irma esa tarde. Lloraba y recordaba. No sabía qué hacer con el cadáver, estaba agobiada, estresada, agotada física y emocionalmente.

No sabe de dónde agarró fuerzas, pero a las 5 de la tarde salió rumbo a la morgue de Bello Monte. Tenía que hacer algo. No podía quedarse de brazos cruzados. Debía librar esa última batalla, aunque sentía que la guerra estaba perdida.

Llegó a las 7 de la noche a la morgue. El edificio estaba repleto de gente, la mayoría eran familiares de fallecidos por covid-19. El colapso era tal que, para atraer la atención del funcionario, debió enseñar la prueba donde constaba que Noel había dado positivo. Le tomaron los datos: nombre y apellido, edad, cédula, números de teléfonos, direcciones. Un proceso burocrático que ejecutaba de forma automática, sin pensar mucho. El dolor de perder a un ser querido no parece ser suficiente ante esos trámites.

“Nos comunicaremos con usted para retirar el cuerpo”, le dijeron.

Irma no sabía si esperar o irse. Se hacía tarde y decidió esperar en casa. Estaba muy cansada, quería darse un baño. Allí estuvo toda la noche y parte de la madrugada.

Se acostó en su cama a descansar. En la habitación de al lado estaba el cuerpo de Noel.

***
La mañana del lunes 22 de marzo, Ana, la hija mayor de Yolanda, se dirigió al hospital como hacía habitualmente desde que hospitalizaron a su madre. Le llevaba el desayuno, pero esta vez los doctores que la recibieron no la saludaron como de costumbre. Tenían caras largas. Eso no le gustó. Esperó cerca de una hora y 20 minutos que alguien le dijera algo. Se imaginó lo peor y acertó: su madre había muerto hacía un par de horas.

“Se complicó en la madrugada”, le dijeron.

La impotencia se apoderó de ella. ¿Cómo había sido posible eso? ¿Acaso el personal del hospital no los conocía? ¿Acaso no podían llamar para avisar que la salud de su madre se había complicado?

Las reguntas se quedaron sin respuestas, en medio de lo que significa tener que soportar el dolor de la muerte de un familiar y luego atender los trámites funerarios en un país en el que el orden no existe.

En la jefatura civil había 20 personas buscando actas de defunción. 15 eran por covid-19. Eso le terminó de confirmar que las cifras oficiales, que noche tras noche anuncia el gobierno, no son reales.

Las funerarias estaban llenas. A una señora, con la que entabló conversación aquel día de dolor y trámites, se le murieron la madre y suegra. Nadie le daba explicación de los cadáveres. Nadie sabe a ciencia cierta lo que sucede cuando un familiar fallece por covid-19, a menos de que paguen extra.

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A las 4 de la madrugada los funcionarios de la morgue de Bello Monte fueron a buscar el cadáver de Noel a Carapita. Más de 12 horas después de haber fallecido.

Entre el dolor y la angustia, Irma sintió un respiro. Por fin recibía respuesta de una institución, aunque ya era demasiado tarde. Ojalá hubiera ocurrido así antes. Ojalá hubieran podido atender a Noel cuando comenzó a sentirse mal.

Apenas amaneció, salió de casa hacia la morgue. Debía ir a reconocer el cuerpo para proceder con los trámites. No tenía recursos para costear la cremación, pero esperaba que el Estado pudiera ayudarla con ese gasto.

Irma no contaba con más nadie, su único hijo está fuera del país y no encontraba cómo ayudarla. En estas circunstancias, morir en Venezuela implica un proceso en el que el dinero y los contactos son cruciales para poder avanzar.

Un camión verde, parecido a una cisterna, llegó a la parte de atrás de la morgue. Allí depositó una cantidad de cadáveres en bolsas identificadas. Los familiares debían identificar a sus muertos.

Irma, incomoda por lo que debía hacer, pasó al depósito. Después de leer algunas etiquetas, encontró el cadáver de su esposo, marcado con el número 102: “Noel Fernández, 63 años, covid-19”. Se lo señaló a los funcionarios y desde entonces no supo más nada del cuerpo. Apenas le explicaron que lo enterrarían en unas parcelas expropiadas por el Estado en el sector norte del Cementerio de El Junquito.

A un mes de esa muerte, Irma ha ido en dos oportunidades al camposanto y las respuestas que les dan las autoridades no la ayudan, son ambiguas:

“Cuando se acabe la pandemia, podrá exhumar el cadáver y retirarlo”, le dijeron.

Cuando se acabe la pandemia… ¿Se acabará?

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Ana pagó 450 dólares por el trámite de la cremación. El dinero hace que se destraben mecanismos. Pero por la premura del proceso, en el acta de defunción no figuran ninguno de sus hijos. La funeraria Loira se hizo cargo, es una de las que se encuentran autorizadas para movilizar a fallecidos por coronavirus.

Aunque el cadáver de la señora Yolanda fue trasladado el mismo lunes, no fue sino hasta el día viernes cuando se hizo la cremación. Y para retirar las cenizas y el certificado, Ana debió esperar a la semana siguiente.

«No trabajamos los fines de semana», le dijeron.

Como si el dolor solo se sintiera de lunes a viernes y en horario de oficina.

 

Fuente: El Estímulo