La capital del país bajo el régimen de Maduro muestra múltiples contrastes. Presos políticos, salarios mínimos de menos de 10 dólares y lujos para los que pueden pagar precios internacionales
Por Carlos Eduardo Martínez – Infobae
Volver a Venezuela es un viaje que empieza antes, mucho antes. Comienza con los ahorros para un pasaje sumamente caro, logística para un traslado que requiere escalas porque no hay vuelos directos y un trabajo mental de preparación para afrontar la realidad e incertidumbre del país.
“Volver a casa” suena lindo, pero rápido caigo a tierra cuando vienen los recuerdos de la represión en contra de las manifestaciones de la oposición, la escasez de alimentos, los cortes de luz y agua, las colas por todas partes para comprar cualquier cosa y la falta de cultura ciudadana, algo que podrías no distinguir hasta que lo observas en otros países.
En el proceso me asaltan dudas de todo tipo: “¿podré pasar migraciones? ¿mi equipaje llegará completo? ¿podré salir del aeropuerto?” y no importa si no hay un motivo lógico o evidente, también me pregunté si por alguna razón me podrían meter preso.
Estos cuestionamientos parecen irracionales, pero no tanto si te detienes a pensar que Venezuela se encuentra bajo un régimen autoritario que actualmente cuenta con al menos 280 presos políticos y que el dictador Nicolás Maduro está siendo investigado en la Corte Penal Internacional por abusos, persecuciones y torturas.
Desolación y primer susto
Las conexiones y lo largo del trayecto no son problema porque sé que me espera el calor del hogar. Cuando el avión aterriza vuelve la angustia. Es un momento alegre porque volví a casa, pero también hay miedo. Es raro.
La ventanilla del avión me muestra una imagen muy distinta a la que recuerdo de la pista del aeropuerto de Maiquetía, que sirve a Caracas. No hay aviones, no hay gente, no hay autobuses llevando a pasajeros de un lado a otro, no hay operadores con balizas y chalecos naranja, no hay carritos llevando valijas. Es todo desolación, sólo el concreto de la pista y el horizonte árido que bordea toda la terminal que se delinea con el azul del cielo y el mar.
En el pasillo de desembarque me reciben las banderas colgando del techo y de un lado las fotos de los paisajes soñados que tiene Venezuela. En contraste, del otro lado del camino está el escenario desolador de la pista de aterrizaje.
Se hace largo, parece que no se termina nunca. Pero, es un momento soñado para quienes salimos con la incertidumbre de no saber cuándo podríamos volver o si de hecho podríamos regresar alguna vez.
En las filas de migración sólo están los pasajeros del mismo vuelo, son muy pocos los que llegan y rara vez se solapa un arribo con otro. Ya es el momento para el primer susto: migraciones.
Algunos dicen que se trata de suerte, otros que depende del ánimo de quien te recibe.
“Bienvenido”, me dice la señorita desde su taquilla de recepción de pasajeros. Mientras, yo entrego el pasaporte tembloroso con un “gracias”.
“¿Viaje de turismo?”
“Sí”.
“Siga adelante”, añade con una sonrisa que percibí en su mirada porque usa tapabocas.
Ya estoy adentro, pero eso no significa nada porque la seguridad total vendrá cuando salga del aeropuerto con mi equipaje completo, o tal vez cuando llegue a mi casa, o quizá sólo cuando regrese a mi nuevo hogar en Buenos Aires dentro de tres semanas. Eso lo veremos.
El equipaje sale completo, tampoco escucho quejas. Todos esperan con esa mueca de angustia que recuerda las temporadas en las que te abrían las maletas en el aeropuerto y te sacaban todo lo que se podía. Cuanto más tarda en llegar la valija, más larga es la agonía.
Los rastros de la crisis que ha vivido Venezuela durante los últimos años ya se ven en las correas distribuidoras de equipaje que no funcionan, la luz tenue que medio brilla en el espacio cerrado y el dutty free que no ofrece nada atractivo como para lanzarse irresistiblemente a comprar.
Todo parece viejo, es como si esa zona del aeropuerto se hubiese quedado en el tiempo y sin mantenimiento.
Falta sólo un paso para la salida: el chequeo del equipaje.
El desvalijado
La máquina de escáner de rayos X se activa, la correa transportadora da vueltas mientras el equipaje pasa a través de ella y otra vez ese miedo a ser revisado o mejor dicho “desvalijado”. No hay nada ilegal, nada raro, sólo regalos: ropa, comida y algunas golosinas. Lo que sí hay es miedo, porque las experiencias del pasado condicionan nuestro comportamiento en el presente.
Uno de los locales de moda en Caracas se encuentra en la terraza de la famosa torre «La Previsora» que ofrece esta vista de la ciudad.
“Bienvenido”, escucho nuevamente -esta vez con menos entusiasmo- y mientras avanzo se abren las puertas blancas que dejan al descubierto un tumulto de gente con los celulares arriba. Todos esperan a alguien. Hay risas, llantos, gritos, murmullos y sollozos. Es confuso ver a tanta gente que corre hacia los brazos abiertos que esperan y se funden pecho a pecho en un apretón que tiene un nivel de emotividad desbordante
También me toca a mí disfrutar de los abrazos.
Bolívares, dólares y transferencias
Pese al “Venezuela se arregló”, que se repetía alimentado por las usinas oficiales al momento de este viaje (noviembre 2022), yo no esperaba nada nuevo. Me mantengo al tanto de todo lo que ocurre en el país, como cualquier venezolano que aún tiene a familiares y amigos en su terruño.
No me sorprenden los baldes de agua en la mayoría de las casa y lugares que visito “porque no se sabe cuándo va a llegar”. Tampoco me sorprende encontrar un parque automotor similar al que dejé cuando emigré seis años atrás -ya entonces estaba bastante deteriorado-. Ni los bodegones, las góndolas de supermercados repletas de comida importada o la gran cantidad de nuevos locales de gastronomía y entretenimiento.
Lo que sí me sorprende es el costo de los productos, mucho más cuando lo comparo con el salario mínimo del país que es menor a 10 dólares. Todo es caro para quien no tiene suficientes ingresos en divisas.
Durante las tres semanas que dura el viaje no me canso de preguntar: “¿Cómo hacen?”
Casi siempre obtengo la misma respuesta: “No sabemos, sobrevivimos”.
Escarbando en las conversaciones descubro que los venezolanos deben tener dos y tres trabajos; emprendimientos o desarrollar cualquier tipo de actividad adicional a un empleo formal para poder cubrir sus necesidades. También algunas empresas ofrecen a sus empleados bonificaciones adicionales para compensar los bajos sueldos.
El dólar es de facto la moneda corriente. La mayoría de las transacciones se realizan en puntos de débito o por transferencia en aplicaciones locales o internacionales.
Los consumidores y comerciantes ya están acostumbrados a los pagos que pueden ser en divisas, bolívares o mixtos: pagas con dólares y te dan parte del vuelto en la misma moneda y otra parte en bolívares o viceversa. Igual, todos prefieren los dólares y la referencia de los precios, en la mayoría de los casos, están en moneda americana.
El descuido
Mis primeros pasos por Quinta Crespo, Capitolio, El Paraíso, Catia, el 23 de Enero y Caricuao, todas parroquias del centro y oeste de la ciudad, ya me muestran las huellas de lo que ha pasado en las calles durante estos años.
Los emblemáticos “ojitos de Chávez”, que coronaban los edificios ministeriales y de entes públicos para recordar al difunto, desaparecieron.
Descuido es la única palabra que encuentro para describir algunas zonas de Caracas. Volvieron los vendedores ambulantes en las aceras de las avenidas. Ahora son más notorios por la cantidad de productos de segunda mano, cachivaches y harapos que ofrecen.
Las fachadas gastadas de las casas y edificios me dicen que la prioridad no ha sido el mantenimiento de las estructuras, en un país con una crisis como la de Venezuela sobrevivir es lo más importante.
Los basureros desbordados en las esquinas, los autos parados en doble fila (o como más cómodo le parece al conductor) y circulando a contramano por algunas calles, forman parte del panorama cotidiano en esa zona de la ciudad.
Con el paso de los días me doy cuenta de que en Caracas todo es contrastes. Dentro de una misma parroquia puedes encontrarte una calle residencial deteriorada y en pocas calles una plaza totalmente remodelada y decorada.
Esos mismos contrastes se viven cuando vas de un municipio a otro, de una calle a otra y hasta de una casa a otra. Cada familia es un caso concreto. La mejor prueba de esto la obtuve mientras observaba a los habitantes de un edificio formar una fila para obtener la bolsa de alimentos subsidiada por el Estado, mientras un hombre de la misma comunidad llegó con las manos repletas de bolsas de un supermercado. Todos vivían en el mismo conjunto residencial, la mayoría estaba en la fila.
Un mal recuerdo
La mayoría de las personas me hablan del momento actual como si se trata de una época de renacimiento del país. Es demasiado joven el recuerdo de lo ocurrido desde 2017, cuando se produjo el colapso de la economía y una crisis social que dejó decenas de muertos y heridos en protestas en contra del régimen.
“Tú no sabes lo que era esto”, “no se podía vivir”, “fue una época horrible”, “era un infierno”, son algunas de las frases con las que suelen describir la situación que se extendió por un par de años y que se vio agravada por la pandemia.
En cada conversación me queda claro que lo que se vive hoy es un respiro ante tanta adversidad y que le sabe a gloria a un pueblo que pasó hambre y serias dificultades.
Caracas de noche
Dos cosas llamaron mi atención desde los primeros días: los emblemáticos “ojitos de Chávez”, que coronaban los edificios ministeriales y entes públicos para recordar al difunto, desaparecieron; y algunas personas tienen la valentía de utilizar su celulares en la calle, y hasta en el transporte público.
Eso, cuando yo me fui, no se podía hacer.
Pese a mis observaciones sobre la seguridad, las advertencias de los allegados eran constantes: “No te descuides”, “no uses el Metro” y sobre todo “no salgas de noche”.
No sé si es el contraste con Buenos Aires, una ciudad que tiene vida las 24 horas, o de verdad algo cambió en Caracas estos años. De noche es silente, sola, apagada, oscura incluso con el tenue alumbrado público. A pesar de eso, antes de la media noche ya se ven filas de autobuses destartalados en las estaciones de servicio para surtir combustible y al final de la madrugada comienzan a llegar los vehículos particulares para obtener la gasolina subsidiada, quien puede pagar el precio internacional no necesita formarse.
Estoy hablando de Caracas, del municipio Libertador, del centro y el oeste. La Venezuela “premium”, en el este, tiene otro ritmo.
La Venezuela “saudita”
Decir que “Venezuela se arregló” es querer borrar todo lo que he descrito hasta acá y lo que me faltó por contar. Es olvidarse de los pobres, de las dificultades y de las grandes desigualdades que vive el país.
La oferta de gastronomía y entretenimiento que hay en la capital venezolana es inagotable, la mayoría de las opciones están en el este. Aunque aún existen las famosas “calles del hambre” donde venden hamburguesas y perros calientes full de ingredientes en zonas más “populares”.
Recorrido Por La Autopista De Prados Del Este
Pero no es de esos sitios de lo que quiero hablar ahora. Es el momento de los lugares “fancy”, donde te reciben con el menú en una tablet y puedes escoger entre sentarte en la zona italiana, la japonesa o la americana. Aunque sean distintos entre sí, todos esos locales son bastante parecidos: modernos, luminosos, cómodos y ostentosos. Es como estar en la Venezuela “saudita” con la que soñamos todos los venezolanos, esa que habría podido ser y no fue.
En la Venezuela “premium” te tratan como de la realeza, o más bien como se debería tratar a un cliente que está pagando por un servicio. El trasfondo de eso es que se están esmerando para obtener una buena propina, posiblemente en dólares.
La oferta es variada, también hay un centro comercial nuevo “súper top”. Los productos son de primera marca: electrónica, artículos para el hogar, ropa de los diseñadores más exclusivos y, por supuesto, en la terraza un café tipo lounge.
Escucho a un vendedor ofrecer televisores en 6.000 dólares y de mejores funcionalidades en 8.000 y 12.000 dólares.
Me acerco a la ropa y algunas me parecen como de precio “internacional”: camisetas deportivas entre 30 y 40 dólares, zapatos alrededor de los 100 dólares y prendas casuales entre 50 y 60 dólares. Todo me parece normal hasta que me encuentro con indumentaria de más de 2.500 y hasta 3.000 dólares.
Vuelvo a pensar en el sueldo mínimo y me pregunto ¿quién compra? porque si está a la venta alguien compra.
Es tentador pensar que las cosas cambiaron cuando paseas por lugares tan bien cuidados y con opciones de alta calidad como los que hay en esas burbujas de aire elitista. Vale la pena preguntarse acá: ¿cuántos de los 5.6 millones de habitantes que tiene Caracas pueden acceder a estos productos y servicios?
“Caracas es una novia loca” -dice Blanca Haddad en su poema dedicado a la capital venezolana- ”Te ama como nadie te ha amado. Te besa, te lame, te abraza. Luego te jala los pelos, te grita, te atropella y llora. Llora por sí misma, por sus errores, por su abandono, por los políticos que la han abusado, que la han saqueado, sin pudor ni vergüenza”.
Antes y ahora perfectamente descrita.