Insisto en advertir a los lectores de estos artículos, la extrema gravedad, los extremos alcances, las extremas consecuencias que tiene la presencia de la narcoguerrilla de Colombia en Venezuela. Debo señalar, y este es un aspecto crucial, que los grupos de la narcoguerrilla a los que me refiero han dejado de estar integrados, de forma exclusiva, por colombianos, y que no son pocos los venezolanos que se han sumado a sus filas. También, dicen informes de inteligencia, tienen miembros de otros países: Ecuador, Brasil y Perú.
Por Miguel Henrique Otero – El Nacional
En conversaciones con personas que viven en los estados fronterizos de Venezuela, especialmente en Apure y Táchira; en intercambios con altas autoridades de Colombia y de otros países; en las afirmaciones de expertos en los temas geoestratégicos y militares de América Latina, hay una coincidencia: el avance en el territorio venezolano es mucho más amplio, sistemático, firme y constante de lo que podría parecer a priori.
Entre una gruesa tajada de la dirigencia venezolana ―y no señalo exclusivamente a la dirigencia política, ni tampoco diferencio entre los que están en Venezuela o en el exilio―, la compleja y expansiva problemática de la frontera, la narcoguerrilla, la acción de la delincuencia organizada y las cada día más precarias condiciones en que sobreviven los habitantes de esas regiones, parece no tener la jerarquía que merece entre los innumerables problemas venezolanos.
Priva una mentalidad: Apure y Táchira están muy lejos, como lejos está la región amazónica. No solo está lejos, sino que las vías de comunicación no son buenas, la zona está doblemente militarizada (por unidades de las Fuerzas Armadas venezolanas, pero también por las narcoguerrillas), las instituciones operativas y los medios de comunicación son casi inexistentes, las familias viven en un constante asedio y en condiciones de zozobra. Salvo algunas organizaciones no gubernamentales que trabajan en condiciones de verdadera adversidad, y del trabajo único y excepcional que realiza la periodista Sebastiana Barráez, el conjunto de la región, unos 200.000 kilómetros cuadrados, es una inmensa caja negra de la que apenas tenemos noticias. Lo más probable, y con esto no pretendo actuar como pronosticador de lo fatídico, es que la realidad sea mucho peor de lo que logramos saber y de lo que imaginamos. Estoy persuadido de que, por ejemplo, del otro lado de la frontera se sabe más de lo que sucede en Apure que en Venezuela, especialmente en lo relativo a las operaciones cotidianas de la narcoguerrilla y a los métodos con que doblegan a los habitantes de pueblos y zonas rurales.
Si los lectores preocupados por el destino de la soberanía y el destino del territorio venezolano hacen una recopilación del goteo informativo que se recibe con alguna frecuencia, comenzaremos a entender la magnitud de la amenaza que se cierne sobre la sociedad venezolana.
Las narcoguerrillas, en primer lugar, ejercen una paulatina ocupación del territorio ―están presentes hasta en 14 estados―, y están especialmente concentrados, como dije, en las franjas fronterizas. Esta primera afirmación nos pone de bruces ante la contundencia de los hechos: para que esto ocurra, con la amplitud, frecuencia y facilidad con que hombres armados y vehículos entran y salen del territorio, acampan o pernoctan por días, semanas o meses, compran víveres o medicamentos, realizan fiestas o reuniones de diverso carácter, crean y hacen uso de redes de prostitución, se encuentran en restaurantes y bares a plena luz del día, se hacen chequeos médicos y hospitalizaciones, llevan sus vehículos a talleres mecánicos y hasta algunos visitan barberías para arreglarse las uñas o el cabello, si todo esto pasa, y nada de esto se realiza en secreto o en las noches, es porque ya se ha instaurado una estructura de complicidades comerciales, profesionales y con las autoridades civiles y militares. De hecho, en algunos municipios, la actividad económica de la narcoguerrilla seguramente representa una parte significativa del PIB regional. Se han creado negocios financiados por la narcoguerrilla (una narcoguerrilla que usurpa las funciones de la banca), especializados en prestarles servicios.
Añádase a esto otro factor, también de carácter territorial pero mucho más revelador: los narcoguerrilleros están adquiriendo propiedades ―tierras, fincas productivas, galpones, viviendas― en distintos lugares del territorio: a través de testaferros, familiares de variada proximidad, empresas de otros países y, en algunos casos, con falsas identidades, que han obtenido en los oscuros pasillos de la administración pública venezolana. No solo bienes inmobiliarios, sino también comercios y empresas de servicio.
Paralelamente, han ido penetrando en centros de salud, que mantienen bajo su control: les dan prioridad y tienen espacios reservados para uso exclusivo y permanente, que no pueden ser utilizados por nadie más, ni siquiera en situaciones de emergencia. Algo semejante viene produciéndose en el ámbito educativo: de una parte, obligan a docentes de algunas escuelas a presentarlos como un grupo político, que se ha propuesto liberar a los habitantes de los pueblos fronterizos de la pobreza. De otra parte, realidad que se viene denunciando desde 2018, usan las escuelas como centros de reclutamiento para incorporar adolescentes a las unidades narcoguerrilleras.
Recientemente, Sebastiana Barráez denunció la incursión del Ejército de Liberación Nacional ―ELN― en los ámbitos de la política, específicamente en el municipio Semprún: financian un paro de los habitantes del lugar ―predominantemente indígenas― para exigir la salida del alcalde y lograr que la anterior alcaldesa (detenida por supuestos vínculos con el narcotráfico) sea restituida o sustituida por alguien de su entorno.
¿Adónde nos conduce esta sumatoria de hechos? A la ratificación de que hay una estrategia de ocupación paulatina, para que la narcoguerrilla, tal como pasó en Colombia en los años ochenta y noventa, alcancen el control directo o indirecto en instituciones ejecutivas como alcaldías; en legislativas como concejalías y diputaciones; en el Poder Judicial; en el seno de unidades militares y policiales; y, si la coyuntura se los permite, hasta en los partidos de la oposición democrática. En la tesis de la narcoguerrilla, no basta la fuerza militar para asegurar el control pleno de un territorio. Es necesario el control de todas las instancias del Estado, así como alianzas con el sector privado de la zona. Y ese es el camino que las narcoguerrillas, de forma muy destacada el ELN, vienen transitando con el aplauso y apoyo del régimen de Maduro.