«El Poder Electoral soy yo», Por El Nacional

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“Si quieren elecciones libres, queremos elecciones libres de sanciones. Ahí está el dilema, que las quiten todas para ir a unas elecciones libres, frescas, en el tiempo que se determine el Consejo Nacional Electoral y la Constitución”, son afirmaciones de Nicolás Maduro en una rueda de prensa con corresponsales extranjeros en Caracas celebrada el 30 de noviembre pasado.

El Nacional

Esta declaración del locuaz gobernante socialista, expuesta en su peculiar sintaxis, constituye una clara confesión de que la posibilidad de unas elecciones libres (y con garantías electorales) depende de su exclusiva voluntad. Es algo evidente pero que siempre Maduro había esquivado con toda suerte de expresiones vagas y ambiguas. Pero en esta oportunidad habla sin rodeos, porque tiene la idea de identificar al Poder Electoral con su persona y de ahí imponer su voluntad a todos, lo que incluye a la comunidad internacional. Y todo ello pese a que tiene a 80% del pueblo en su contra.

La manipulación de la voluntad del pueblo nos recuerda a Juan Jacobo Rousseau, provocador temperamental, quien inflamó la imaginación de muchos de los que han pretendido cambiar el mundo con la confusa identificación de su liderazgo con la voluntad popular. Desde entonces nada siguió estando claro; por eso se impone precisar la aritmética de las minorías y determinar si esta puede imponerse a la voluntad de las mayorías.

Antes que todo es preciso percibir el autoritarismo, el cual tiene grados, estilos, temperamentos, porque es un asunto complejo. Tomás Jefferson hizo a esta materia un aporte insuperable por su sencillez: cuando el pueblo le teme al gobierno, hay tiranía. Cuando el gobierno le teme al pueblo, existe una democracia. Mucho más claro que acudir a mediciones comparativas para saber cuándo se pasa de la dictadura a la tiranía o del autoritarismo genérico a un régimen totalitario que controla desenfrenadamente todas las instituciones, entre ellas el sistema electoral.

Nicolás Maduro con su declaración demuestra a los cuatro vientos su control absoluto de las instituciones políticas al condicionar la celebración de elecciones libres al levantamiento de las sanciones. Es decir, una versión de Yo, el Supremo, en el siglo XXI. Dicho y escrito de otro modo: Yo, el dueño absoluto del poder. O de manera más sencilla y clara: El Poder Electoral soy yo.

¿Un alarde de poder? ¿Una confesión de intrínseca debilidad? Es algo que debería por lo menos despertar la curiosidad de la llamada comunidad internacional, la cual llega tarde a todas partes. Ante una afirmación como esa queda fulminada sin aspavientos la independencia de los órganos electorales. Queda establecido como verdad inapelable -si es que había alguna duda- que en Venezuela es Nicolás Maduro quien decide a su antojo las condiciones electorales.

En un sistema de libertades nadie tiene derecho a imponerse sobre las mayorías y destruir autoritariamente la plural diversidad de la condición humana.