“HAY QUE SEGUIR LA LUCHA EN VENEZUELA” Temblor, Por Gustavo Tovar-Arroyo

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El crujido de la credulidad
Todo se mueve, tiembla, no sé si el edificio –que cruje y se retuerce– se sostendrá en pie, pienso en mis hijos –¿pienso?–, los cuadros de la habitación se caen, los adornos sobre las mesas se van desplomando uno tras otro, los portarretratos estallan sus cristales contra el piso, el horripilante sonido sólo me advierte que lo que sucede es absolutamente anormal, que mi vida y la de Ana Carlota (mi esposa), que me observá con pánico mortal, penden de un precario e incierto hilo, tiembla, mi incredulidad se agrava cuando veo que Ana se tambalea sin control mientras intenta acercarse a mí.
¡Coño! ¿Moriremos?

El prodigioso profesional sin edad
Tiembla…, sí, sigue temblando, el tiempo no se detiene tampoco el temblor, me entrevista José Miguel Ferrer del periódico digital El Diario, comenzando el diálogo –antes del temblor– le pregunto su edad y me responde que tiene 22 años, es joven pero su aplomo me impresiona, sorprende lo informado que está, sus preguntas no son convencionales, inquiere mis pensamientos –¿pienso?–, no se conforma con respuestas fáciles, reclama más, conoce secretos, también anécdotas, sabe que hay cicatrices y también heridas abiertas. De pronto, me percato y le digo: “¡Está temblando!” Con un profesionalismo prodigioso me recomienda que paremos la sesión: “¡Resguárdese!”
¿Dónde?

El columpio entre el quiebre y el derrumbamiento
Estoy en el piso 19 de un edificio con bases hidráulicas, bases que establecen que los cimientos se columpien aún más de lo normal para proteger a la edificación del quiebre y el derrumbamiento, en México la mayoría de las nuevas edificaciones están construidas de ese modo desde el mortal terremoto de 1985, en el que miles de mexicanos perdieron la vida y centenares de miles quedaron en orfandad total. Tiembla, tiembla todo, Ana Carlota no logra acercarse a mí, se golpea contra las paredes, su rostro de incredulidad a un tiempo me aterra y conmueve, no quiero que sufra, no quiero que tenga miedo, pienso –¿pienso?– ¡cuánto la amo! Hasta en el preámbulo de la muerte el amor prevalece.
¿Hasta que la muerte nos separe? ¿La muerte?

Atajar el amor mientras tiembla
Sé que no voy a morir; no es un presentimiento, es una convicción. No moriré. Lo sé. Busco a Ana y logró atajarla entre mis brazos, me pregunta cuál es la zona más segura para resguardarnos, le respondo que en uno decimonoveno piso ninguna. Hablamos de salir a las escaleras, antes tomo impulsivamente mi computadora –¿pienso?– ahí está todo lo que soy, abro la puerta y nuestros vecinos de temblor gritan y lloran aterrorizados. Tiembla, sigue temblando, el edificio se columpia espantosamente y cruje más fuerte, sólo se espera el quiebre y la caída, pero yo sé que no se caerá, un señor menciona que la zona más segura es donde estamos, lo confirmo con un letrero verde ubicado entre los dos ascensores del que no me había percatado. La urgencia me despabila.
¿Y las escaleras?

La serenidad contagiosa del que sabe
El señor que nos había indicado cuál era la zona más segura nos advierte que bajar las escaleras –mientras tiembla, mientras sigue temblando– era muy peligroso, lo explica técnicamente. Su serenidad contagia. Le pregunto a uno de los vecinos si su perro –que estaba entre nosotros– había reaccionado al temblor, me explican que sí, que se había inquietado antes de sentirse el primer ramalazo sísmico. Advierto que ya no tiembla, lo comento. Es momento de bajar. El señor confirma que es el momento, pienso –¿pienso?– vendrá una réplica, hay que apurarse. Bajamos trastabillando. Llegamos sanos y salvos a las calles repletas de gente atemorizada. Me doy cuenta que ahora soy yo el que tiembla, no paro de temblar. Escribo un tuit y me voy a escribir la experiencia. Acabo de terminar. Han pasado dos horas. Estoy vivo, pienso: hay que seguir la lucha en Venezuela.
¿Se acabó el temblor?