Muertes en protestas, tortura, ejecuciones extrajudiciales… la investigación en la Corte Penal Internacional (CPI) por crímenes de lesa humanidad en Venezuela atraviesa un momento crucial: el fiscal Karim Khan alega que existe una «base razonable» para creer que hubo violaciones «sistemáticas» de derechos humanos. El 20 de abril vence el lapso para analizar testimonios en La Haya.
AFP
El gobierno del presidente Nicolás Maduro acusa a Khan de tener una «visión claramente prejuiciada» y el sistema de justicia asegura que responde ante excesos de las fuerzas del orden. El fiscal general venezolano, Tarek William Saab, sostiene que su despacho ha hecho desde 2017 unas mil 500 imputaciones por abusos contra los derechos humanos. Sin embargo, familiares de víctimas entrevistados por la agencia AFP ven en la justicia internacional «la única forma de tener un poco de paz».
«Mamá, protestar no es un delito»
El universitario Juan Pablo Pernalete murió el 26 de abril de 2017 en Caracas, golpeado en el pecho por una bomba lacrimógena que disparó un militar durante manifestaciones contra Maduro que dejaron más de 100 fallecidos, origen de la investigación de la CPI. Tenía 20 años.
«Juan Pablo siempre salía a manifestar (…). Yo le decía: ‘Juan Pablo, tengo miedo, están asesinando a muchachos’. Él me decía: ‘Mamá, protestar no es un delito'», relata Elvira de Pernalete en su casa, entre balones y medallas de su hijo, que jugaba baloncesto.
Se enteró de su muerte en el centro de salud adonde había sido trasladado. «Yo me volví loca. Empecé a tirar cosas, empecé a correr (…), hasta que conseguí (el cubículo) donde estaba mi hijo (…). Le decía: ‘¡párate, Juan, párate de allí!'», cuenta. Altos funcionarios aseveraron entonces que el joven murió a manos de otros manifestantes por una pistola de perno, un arma para matar ganado.
«Ya habían asesinado a Juan Pablo, ahora querían también asesinar su memoria», dice su madre.
El Estado finalmente reconoció en 2021 que el deceso se debió a una bomba lacrimógena y 13 militares fueron imputados por homicidio pero con intención de dañar, no de matar, sin fijar responsabilidad individual. Hoy, dice Elvira, 11 están libres y otros dos, prófugos. La audiencia preliminar fue diferida 10 veces, por lo que Elvira y su esposo presentaron una acusación particular, desestimada en 2022.
«Quince veces fue cambiado el fiscal y cada fiscal nos decía que debía comenzar la causa de nuevo», narra. «Ese día vimos al asesino de nuestro hijo, muy doloroso (…), tuvimos la fortaleza de estar allí». La familia apeló, sin respuestas. «Necesitamos que la investigación continúe en los organismos internacionales (…), es la única forma de que nosotros podamos tener, en algún momento, un poco de paz».
Indicios de tortura
El concejal opositor Fernando Albán murió a los 56 años, tres días después de su arresto en 2018, acusado de estar detrás de un atentado con drones cargados de explosivos contra Maduro. La versión oficial apunta a un «suicidio». Según las autoridades el dirigente se tiró por una ventana del piso 10 del edificio del servicio de inteligencia (SEBIN), en Caracas, tras pedir permiso para ir al baño. Familiares y activistas sostienen que fue lanzado al vacío para borrar evidencias de torturas.
«Le violaron todos sus derechos: fue objeto de detención arbitraria (…), desaparición forzada (…), tortura y muerte en custodia», cuenta su viuda, Meudy Osío, en Nueva York, donde vive con sus dos hijos. Su cuerpo «tenía moretones, fisuras, rasguños (…). Lo que me comentan los abogados es que hay indicios de tortura», dice. «Acusaron a dos custodios (del SEBIN) algo así como de incumplimiento del deber de custodia; un delito administrativo (…), como para salir del paso», pero cuando la CPI inició sus investigaciones, «cambiaron el delito de estas dos personas por homicidio culposo», expresa.
Estos funcionarios fueron condenados en 2021 a cinco años y diez meses de prisión por «homicidio culposo» y otros delitos, pero quedaron libres tras apelar, dice Meudy. Albán estuvo en Nueva York el 1 de octubre, celebrando su cumpleaños junto a su familia y regresó a Venezuela el 5, el día de su detención, de acuerdo con su viuda.
«Nunca pudimos recuperar las fotos que hizo (con su teléfono) durante su cumpleaños. Se quedaron con el teléfono, con el dinero que tenía».
Anrry Chinchilla murió el 26 de abril de 2019 en un barrio popular de Caracas, durante un operativo contra la delincuencia de las FAES, fuerza policial disuelta tras centenares de denuncias de ejecuciones extrajudiciales. Tenía 30 años. En el apartamento de sus padres, imágenes religiosas rodean su foto. «Te amo, papá», dice un colorido cartel que hizo su hija de 10 años. Gregorio, padre de Anrry, cuenta que la hermana del joven vio el crimen desde una ventana.
«Lo sacan del cuarto, lo conminan a ir al pasillo, a arrodillarse (…) y ponen una sábana en el tendedero de ropa que está ahí para evitar que los que pudiesen ver desde algún lado viesen (…) y fue cuando ella manifiesta que escuchó los últimos tres tiros», cuenta Gregorio.
Dice que un policía reconoció ante un vecino que fue un «error» buscar a Anrry. «No tenía antecedentes penales». En la calle «hubo un teatro (…), decían: ‘entrégate, entrégate, suelta el arma'», denuncia. «Simulan un enfrentamiento y lo que hacen es arrodillarlo y ejecutarlo».
Gregorio vio el cadáver de su hijo en la morgue del hospital. Cuando la familia denunció ante la policía científica una «ejecución extrajudicial», dice Gregorio que agentes del FAES aparecían por su barrio con frecuencia para intimidarlos. El caso judicial, denuncia, estuvo «en punto muerto» por dos años, reactivándose solo tras un cambio de fiscal.
«No me permitieron tocarlo (…), tenía tres disparos a quemarropa (…), todos en el tórax».