Conozco a Gonzalo Himiob Santomé desde niño, ambos padecimos la espesura espinosa de la psiquiatría. Su padre Gonzalo Himiob, psiquiatra, y el mío Gustavo Tovar, psiquiatra, fueron grandes amigos. Ambos, además, provenimos de la humedad gentil y cálida de vientres mexicanos, su madre y mi madre, mexicanas, fueron fraternales amigas. Corrimos toda nuestra niñez y juventud por los pasillos y campos del colegio La Salle La Colina, donde estudiamos desde kínder. Fuimos siempre extravagantes, idealistas, poetas. No entiendo cómo terminamos estudiando derecho, pero ambos lo hicimos. Él –brillante como es– lo ha ejercido con excelsitud marcando una era oscura con su virtuosismo y lucidez. Yo –quijotesco como soy– lo he usado para clavarle una daga en la frente al –perverso– molino de viento chavista.
Después del asesinato de Jesús Mohamed Capote el fatídico 11 de abril de 2002 nos volvimos a encontrar para enlazar activismo. Brillante (el), quijotesco (yo), junto a Alfredo Romero, Juan Carlos Sosa, Antonio Rosich y Eduardo Meier, asumimos la comprometida y compleja misión de demandar a Hugo Chávez y a su manada de asesinos por crímenes de lesa humanidad. Alertamos a Venezuela y al mundo que los crímenes no cesarían y que si Chávez no era enjuiciado tempranamente el país viviría un auténtico holocausto, una crisis humanitaria y una ruina sociopolítica inenarrables, tal cual la estamos padeciendo. Obviamente, los políticos y cierto sector académico no nos hicieron caso, nos llamaron alarmistas. Algunos de nuestros detractores más acérrimos hoy viven miserablemente en el destierro.
Fue Gonzalo –otra vez, brillante como es– quien nos razonó que aquello que estábamos padeciendo eran crímenes de lesa humanidad según lo tipificado en el Estatuto de Roma. Su preocupación era una, la recuerdo perfectamente: los criminales si no son detenidos arreciarán en sus crímenes, la situación será peor y peor mientras permanezcan en el poder. Lo denunciamos, lo explicamos, lo evidenciamos, pero no nos hicieron caso, sólo la calamidad y a ruina nacional los hizo entender. Ahora todo el mundo habla de crímenes de lesa humanidad, demasiado tarde, la devastación ya ha sucedido.
Gonzalo es uno de los mejores venezolanos que he conocido, encarna las virtudes del sabio noble y milenario, su bondad, su gentileza, pero especialmente la fortaleza de su espíritu son memorables. En una de las tantas protestas que organizamos, los círculos bolivarianos arreciaron a tiros contra nosotros, en el fragor de la balacera una madre con su bebé quedó en medio del fuego cruzado, Gonzalo y yo nos vimos al rostro y nos dijimos: ¡Hay que salvarlos! Y los salvamos, pese al zumbido aterrador de los proyectiles que rozaban nuestros rostros, corrimos hacia ellos y los rescatamos. Esa noche renacimos y nos hermanamos. Son tantas y tan variadas las anécdotas que podría escribir tomos por lo vivido, sufrido o disfrutado. Quizá algún día cuando Venezuela sea libre.
Me detengo a escribir sobre Gonzalo porque ha escrito un texto sutil, enternecedor y fascinante, dedicado a su hijo Luis Gonzalo. Cuando lo leí quedé a un tiempo maravillado y conmovido, no lo niego, lloré de la belleza. Hacía tiempo que no me ocurría algo semejante. Sé qué el hermano de la infancia, de la juventud y del activismo es uno de los mejores espíritus que conozco, sé que Venezuela es mejor y será siempre mejor por él, este inmortal texto no sólo lo confirma, lo encumbra.
Bravo, hermano mío, qué manera de amar y exponer la mejor versión de tu alma a tu hijo, sólo alguien como tú podría percibir y revelar el prodigioso mundo de una paternidad tan especial, sólo alguien como tú podría ilustrarnos de modo tan delicado y persuasivo acerca de los insondables e ingeniosos pasajes de ese otro tipo de niñez. Sólo alguien como tú, hermano.
Te cedo la palabra, que el texto se exprese por ti..
II
“Algunos podrían decir que este camino es difícil, una especie de dura o hasta imposible prueba a superar, pero los que así piensan no han tenido el privilegio de verse cada día en la imponente y abrumadora pureza de tu mirada. Eso no lo cambio por nada.
Otros nos ven juntos en la calle o en un parque o leen esto que te escribo y quizás nos compadecen un poco. No los juzgo, no conocen, no saben lo que es ni lo que implica tu condición. Tampoco ven (no tienen tu capacidad para ver las cosas de manera diferente) tus inmensas posibilidades. El ser humano es así: le teme a lo que no entiende.
A nosotros nos toca entonces mostrarles cuánto se equivocan, hacerles ver que acá no hay muros que escalar ni piedras con las que tropezar, sino alas para volar y universos que conquistar. Y así lo afirmo porque hoy estoy convencido de que si pudiera cambiar las cosas, no las cambiaría. Si hubiera podido elegirte diferente, igual te hubiera elegido a ti. Me quedo y me quedaré contigo tal como eres, siempre.
Porque me has enseñado lenguajes distintos y mágicos que jamás imaginé posibles.
Porque me has colmado de gestos que me prueban todos los días que las barreras y limitaciones están en nuestra supuesta “normalidad”, no en tu brillante originalidad ni en tus diferentes, y muchas veces mejores, maneras de ver y de comprender el mundo.
Porque a tu lado las palabras “padre”, “madre”, “hermana” alcanzan su más completo y más profundo significado.
Porque contigo me hago niño de nuevo y cuando jugamos y me prestas tu forma de ver las cosas, encuentro que la realidad, desde tu perspectiva, es increíblemente hermosa y, gracias a Dios, distinta y llena de asombro y de posibilidades.
Te amo con toda mi alma hijo. Gracias por haber llegado a nuestras vidas para completar con tus piezas divertidas, diferentes y coloridas nuestro a veces simple y monocromo rompecabezas.”
Gonzalo Himiob Santomé.