Por 105 votos contra 19, el congreso peruano destituyó el 9 de noviembre al presidente Martín Vizcarra y al día siguiente asumió el poder quien era el presidente del Congreso, Manuel Merino. En los últimos tres años, hubo cuatro procesos de vacancia presidencial, se disolvió un congreso y Merino resulta el tercer mandatario. La democracia peruana se muere.
Diagnosticar la enfermedad que la está matando es difícil. Porque las democracias suelen sucumbir ante tiranos formidables, mientras que la peruana está muriendo de insignificancia. No muere a manos de Gulliver, sino de unos enanos ciegos que chocan entre sí ad infinitum y han generado un régimen impredecible, caótico y, ahora ya, agonizante: la democracia peruana es un dilema del prisionero desbocado. Como es natural, en este río revuelto hay unos malos pescadores que tratan de sacar provecho. Pero la agonía solo puede explicarse de la comunión entre pescadores y el sempiterno río.
El sistema político peruano en los últimos años ha funcionado como una tómbola corrupta. El negocio es así: en tiempos de campaña los dueños de inscripciones electorales (hiperbólicamente llamadas “partidos”) reciben aportes y subastan los puestos en sus listas para el Congreso. A más dinero, más encumbrada tu candidatura.
Esto generó una política sin lealtades partidarias ni vínculos entre candidatos, partidos y sociedad. La única consistencia de los políticos era rentabilizar sus aportes de campaña. La coima que cobran autoridades subnacionales, llamada diezmo, se institucionalizó, y los empresarios se sumaron sin reparos a la corrupción de las obras públicas en el Perú del boom económico. Líderes de opinión, tecnócratas, empresarios y políticos aplaudieron y alentaron a ese país de crecimiento económico sin ley.
Pero el sistema entró en franca descomposición cuando reventó la Operación Lava Jato. El elenco estable de la política peruana, de derecha a izquierda, había recibido aportes y sobornos de constructoras brasileñas y la fiscalía los tocó uno a uno. Loquearon. Al poco tiempo, como en la canción de Tom Waits, constatábamos que “everyone I used to know, was either dead or in prison” [todos los que conocía estaban muertos o en la cárcel].
Se fueron los cabecillas, pero sobrevivió la codicia cortoplacista. Pedro Pablo Kuczynski, elegido en 2016, obtuvo una bancada exigua que, como era natural en este sistema, se deshizo. No pudo gobernar. Renunció. Su vicepresidente, Martín Vizcarra, percibió que podría ser presidente si se entendía con el fujimorismo, los verdugos de su jefe. Una vez en el poder, sobrevivió matándolos mediante la disolución del congreso. Vizcarra aparecía triunfante. Hasta que llegó el nuevo Congreso, otra vez colmado de amateurs: liquidaron al presidente para arrancar jirones de poder.
El lector extranjero pensará que es ridículo destituir a un presidente cuando solo faltan cinco meses para las elecciones generales, pero en el sistema peruano lo ilógico sería no hacerlo. Es una política de carteristas. Y bajo las reglas del carterismo, Vizcarra ha aceptado su expulsión.
Entonces, los políticos peruanos carecen de organizaciones, ideas, militantes. Merino repite las carencias. Hasta hace unos meses nadie sabía de su existencia. Fue elegido para completar el año y medio restante en el mandato del Congreso disuelto y obtuvo poco más de 5000 votos. Y las encuestas indican que la gran mayoría de la población estaba en contra de la vacancia. Su legitimidad para ejercer la presidencia es cercana a cero. Pero conocía el guion: se unió con otros insignificantes y dieron el zarpazo. Y, en esa misma línea, Merino ha nombrado primer ministro a Ántero Flores-Araoz, quien cuando fue candidato presidencial obtuvo 0,4 por ciento de los votos y cuya hondura y visión de país pueden apreciar en este video.
Ahora bien, este proceso —que como el filósofo Cornelius Castoriadis podríamos denominar el ascenso de la insignificancia— ha sido posible gracias a algunas disposiciones legales. De un lado, hace unos años se prohibió toda reelección para los parlamentarios, con lo cual el amateur insignificante es una necesidad. En segundo lugar, nuestros políticos precarios descubrieron que la Constitución poseía unas bombas nucleares, como la destitución del presidente. Pero no entendieron que su uso está reservado para casos excepcionales. Con lo cual se hizo cotidiano que el poder ejecutivo amenazase disolver al Congreso, mientras el legislativo trivializaba la vacancia presidencial. Un quinquenio abusando de esas figuras constitucionales.
Dentro de este sistema irracional y volátil, sin embargo, pervive la razón ilegal. Los financistas de la política peruana trabajan para dinamitar el Estado de derecho con el fin de que el Estado no se inmiscuya en sus negocios.
Lo veremos en estos días. Un excelente ejemplo son las universidades privadas de mala calidad. Luchan para zafarse de una esforzada reforma universitaria que procura impedir que sigan estafando a jóvenes peruanos. Para desmantelarla los dueños de universidades fletan políticos.
Aquí un bosquejo de lo que podríamos presenciar pronto: el presidente Merino es del partido Acción Popular, uno de cuyos líderes principales es Raúl Diez Canseco, magnate dueño de universidades; el estudio de abogados de Flores-Araoz ha defendido a la universidad Telesup, cuyos dueños poseen el partido llamado Podemos; y quien quedará a cargo de la presidencia del legislativo, forma parte del partido Alianza Para el Progreso (APP), liderado por César Acuña, dueño de un conglomerado de universidades privadas. Podemos apostar sin riesgos a que la reforma universitaria será atacada desde el primer día. Y este no es el único caso: hacen cola transportistas informales, mineros ilegales, iglesias contra la “ideología de género”, etc… El propósito es desactivar la universalidad de la ley y el Estado de derecho.
Los congresistas que han llevado a Merino a la presidencia también buscan terminar con investigaciones judiciales. De los 130 congresistas, 68 tienen juicios abiertos. El fujimorismo espera boicotear las investigaciones contra Keiko Fujimori. En Podemos buscan descarrilar las investigaciones que han generado una orden de detención para uno de sus fundadores, José Luna Gálvez. La cabeza de la bancada de Unión por el Perú, Edgar Alarcón, tiene 36 procesos abiertos y ha apoyado la vacancia esperando que el flamante presidente libere a su líder, Antauro Humala, preso por el asesinato de varios policías.
Parece que el objetivo principal de la coalición vacadora es, entonces, desmantelar el Estado de derecho y mantener el privilegio, la prebenda y la impunidad. Por eso están desesperados por nombrar cuanto antes los nuevos magistrados del Tribunal Constitucional.
Además, los vacadores han tomado el poder mientras se prepara el presupuesto público para el próximo año. Se relamen. Quieren aumentar indiscriminadamente el gasto, eliminar controles y orientarlo de manera electorera. O sea, al utilizar el dinero público con fines particulares también torpedean el Estado de derecho.
El presidente Vizcarra debía y debe ser investigado por las acusaciones ventiladas por la prensa, pero habría que ser ingenuo hasta la tontería para creer que esta coalición lo echó del poder por su entereza moral, la justificación de la vacancia.
La legalidad de lo ocurrido es controversial y no soy un constitucionalista calificado para determinar si en el Perú ha ocurrido un golpe de Estado. Pero sí ha habido un asalto al Estado.
Una coalición de políticos ligeros e intereses tóxicos intenta secuestrar la república. Si llegaran a tener éxito mereceríamos padecerlos. Pero me inclino a pensar que no será así. La ciudadanía movilizada, la prensa, la presión internacional y los bolsones saludables de institucionalidad, lo impedirán. Más aún: confío en la mediocridad política del bando vacador. Sin embargo, más allá del episodio concreto, es importante entender que, si no se realizan reformas, a esta coalición contraria a los principios de la república, le seguirán otras.
Alberto Vergara es profesor e investigador en la universidad del Pacífico, Lima.