Los venezolanos de a pie no tienen claro que una empresa del estado es propiedad de la nación y, por ende, nuestra, de los ciudadanos. Creen, muy equivocadamente, que una empresa estatal es del gobierno, es decir, de los que están en el gobierno. Y, para más INRI, los que están en el poder también lo creen.
A la gente normal y corriente le parece muy mal, por válidas razones éticas, que unos cuantos miles de directivos, gerentes, empleados, contratistas y etcétera hayan masacrado a las empresas estatales, pero pocos ciudadanos entienden que tal masacre no fue perpetrada contra empresas del gobierno sino una atrocidad contra todos y cada de unos de nosotros los venezolanos. No se comprende empero que esos que con su accionar, complicidad o pasividad desguazaron a nuestras empresas estatales son responsables ante la nación, ante nosotros.
Uno escucha el chorro de babas que se traduce en una letanía de «yo no fui». Lo dicen ex ministros, ex gerentes, ex empleados, ex contratistas. Son esos «ex» que durante estos años estuvieron allí, masacrando, haciendo y deshaciendo, o, en el más leve de los casos, siendo mudos y pasivos testigos. Hoy se justifican con una ristra de «yo nada podía hacer»; se lavan las manos a lo Poncio Pilatos. La lista de empresas estatales despedazadas llena páginas. La lista de quienes con mínima hidalguía o alguito de decoro aceptan su responsabilidad y piden perdón es cortísima. Y nos sobran dedos a la hora de contar los juzgados por esos crímenes.
Pero con todo y lo espantoso que es ver nuestras empresas estatales quebradas, saqueadas y vueltas puré, no es ese el mayor aniquilamiento que ha habido en estos años. La carnicería ha sido tanto o más barbárica en otros espacios. Venezuela hoy no tiene un aparato sindical robusto como alguna vez lo tuvo. No tiene gremios lo suficientemente sólidos como para poder ponerle coto a la cerrilidad del régimen. No cuenta con iglesias que puedan tasajear el poder de un régimen que comete terribles pecados. No tiene un sistema judicial que frene la delincuencia del régimen. No tiene unas fuerzas armadas que comprendan que su lealtad no es para con el poder sino para cuidar y proteger a los ciudadanos. No tiene un sistema de medios de comunicación que sea ese tan necesario «cuarto poder». La Revolución cumplió su plan: destruyó las «fuerzas vivas». En su programación de toma del poder estuvo ir, poco a poco, paso a paso, haciendo de la sociedad un ente endeble que no tuviera cómo salirle al paso a lo que no ha sido jamás un gobierno en el sentido democrático del término, sino la conquista y ocupación de un país. Y como no le pareció suficiente con convertir a Venezuela en territorio sodomizado, procedió a hacer secuestro político de los partidos y abigeato de varias ong’s.
Pero la estrategia de los ocupas tiene un fallo grave, gravísimo: es autodestructiva. Al haber hecho virutas la economía y añicos a las empresas estatales que eran principalísima fuente de ingresos fiscales, si bien es cierto que unos cuantos miles se magnatizaron, pues esta estrategia convirtió formalmente al régimen en un agente pobre. Parece que fue ayer aquel tiempo cuando en cadena nacional el jefe hablaba con descarada pompa de los millarditos de dólares que tenía para lo que se le pintara la gana. El régimen hoy no tiene ni para costear el clap. Y hoy, de Ripley, el aporte fiscal del sector privado es mayor que el del sector público. Así las cosas, con razones de peso, ahora Fedecámaras no le habla al régimen en tono de perrito recogido en la calle. Ladra como pastor alemán. Y gruñe. Cusanno habla y el régimen no tiene de otra que escuchar.
Por supuesto que la estrategia de venta de bienes producirá ingresos al régimen. Pero es de corto aliento. Es de a locha, un «Venga, que Venezuela está en remate». Se sabe de Lácteos Los Andes, Central Azucarero de El Tocuyo, algunos Hoteles Venetur, Movilnet, etc.
Venderán hasta la fuente de la Plaza Venezuela. Muchas de esas empresas serán compradas con capitales de quienes se hicieron multimillonarios a punta de robarnos. Lo harán con su nombre y «pellide», o enmascarados tras testaferros locales o foráneos, o por la vía de fondos de inversión. Pero también habrá capitales decentes que aprovecharán el ofertazo. Y al cabo de un tiempo, más corto de lo que creemos, el país verá sus empresas estatales -y aquellas que fueron vilmente expropiadas- con carteles de «nueva administración». La nueva gerencia se esmerará en prestar buen servicio a cambio, claro está, de nuevas tarifas aprobadas con anterioridad al remate para alejar el engorroso trámite de la autorización de los inevitables e indispensables aumentos. Note el lector que suben las tarifas de los servicios, justo antes de la rebatiña de la privatización. Es el «black friday» de la Revolución.
Negociar es un arte. Hermoso, interesante y complicado. Pero cuando se negocia con delincuentes es una transacción. De hecho, aunque parezca lo contrario, negociar con delincuentes es mucho más fácil, porque es eso, una mera transacción, un «cuánto hay pa’ eso», sin irrenunciables.
Y en el medio de todo esto, mucha habladera y movedera sobre nuevo CNE y calendario para ir a votar. No tengo nada claro el panorama electoral. Y creo, con todo respeto, que mal presumen quienes creen que todo lo saben. Se mueven muchas piezas en muchos tableros. A veces el «no sé» es muestra de sensatez. Decir que los venezolanos queremos votar es una obviedad. En 2015, con obstáculos enfrente pero con un mínimo de garantías que hoy no existen, nos volcamos a las urnas para elegir. Por abrumadora mayoría perdió el régimen y eso hizo que luego hicieran el abigeato que ya conocemos y del que huelga hablar. Lo que no sobra es repetir que votar es para elegir y para ello el proceso electoral tiene que dejar de ser sórdido.
Yerran quienes creen que estamos en más de lo mismo. El escenario ha cambiado y mucho. Esta es otra película.
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