La despensa de Carolina, pese a la crisis venezolana, estaba llena gracias a las remesas enviadas por sus familiares; pero las cosas cambiaron con la pandemia de COVID-19 y ahora apenas hay algo de arroz, pasta y harina de maíz. “Es una pesadilla”, lamenta.
por Efecto Cocuyo | @efectococuyo
Todo se complicó cuando su hija, manicurista en Chile, y su hermana, mucama en un hotel en Orlando, Estados Unidos, quedaron desempleadas por los estragos económicos que deja el nuevo coronavirus.
Entre las dos, parte de un éxodo de cinco millones de migrantes salidos de Venezuela desde 2015, le enviaban a Carolina unos 200 dólares mensuales. Ahora se turnan para mandarle 10 cada semana.
“Están en cuarentena y desempleadas por el coronavirus”, cuenta a la AFP Carolina Barboza, de 45 años, quien envió a Ricky, su hijo de 18 años que padece una discapacidad que lo obliga a caminar con muletas, a casa de su padre por no poder alimentarlo.
“Esto es una pesadilla, una catástrofe“, resiente mientras se seca con las manos el sudor que le corre por el rostro en la calurosa Maracaibo, capital de Zulia, estado fronterizo con Colombia donde emergió hace más de un siglo la industria petrolera venezolana, pero hoy azotado por cortes eléctricos y escasez de gasolina.
Aunque no está claro cuántos venezolanos envían remesas a su país, firmas como la consultora Ecoanalítica estiman que en 2019 entraron a la economía entre 3.500 y 4.000 millones de dólares por esta vía.
“La caída de las remesas puede estar por el orden del 40%“, dependiendo de la evolución de la pandemia, comenta a la AFP Asdrúbal Oliveros, director de Ecoanalítica.
La «pesadilla» del coronavirus despierta a venezolanos del sueño de las remesas
Bombona de oxígeno
Hipertensa, Carolina, quien vive alquilada en un viejo edificio cuya fachada tiene la pintura desconchada, ha dejado de tomar medicamentos. Siente frecuentemente dolor de cabeza.
Su dieta se limita a carbohidratos, lo que la ha hecho subir de peso a pesar de las limitaciones. “Debo tener los triglicéridos a millón”, piensa.
Con una economía reducida a menos de la mitad en seis años, el dinero inyectado por migrantes era una tabla de salvación para familias como la de Carolina, empobrecidas por la hiperinflación y la depreciación de la moneda local, el bolívar, que solo entre enero y mayo de 2020 ha perdido 73,36% de su valor.
La pandemia consigue a Venezuela en una situación “muy frágil“, afirma José Manuel Puente, profesor titular del Instituto de Estudios Superiores de Administración (Iesa), que describe las remesas como “oxígeno para los venezolanos”.
Con 61,2% de la población en pobreza extrema en este país de 30 millones de habitantes, según una encuesta de las mayores universidades de Venezuela, Puente indica que las remesas permiten hacer frente al salario mínimo más bajo de América Latina: unos 4 dólares al mes.
Eso cuesta un kilo de carne, un lujo para Carolina sin el dinero que recibía del extranjero.
Como “variable exógena”, agrega Puente, el coronavirus profundiza la parálisis del país, que camina hacia un séptimo año de recesión. “La economía venezolana perderá en siete años 75% de su PIB (…). La crisis va a ser devastadora”, sentencia.
“Mi hija lloraba”
Lieska, maestra de preescolar de 44 años, llegó a masticar caña, con sus tres hijos menores, para aplacar el hambre, luego de que su esposo en Colombia quedase desempleado.
Él también “está pasando trabajo” para sostenerse como albañil en Colombia, dice a la AFP esta docente que con 24 años de experiencia apenas tiene un sueldo de 5 dólares mensuales.
Le mandaba dinero para cubrir la alimentación, pero ahora no puede, por lo que planea volver. “Es mejor estar juntos”, dice Lieska, que con suerte reúne 50 dólares en el mes, ganados por su esposo con trabajos eventuales.
Por la cuarentena declarada en marzo en Venezuela, Lieska imparte clases vía Whatsapp, desafiando apagones diarios y un servicio de internet deficiente. En busca de dinero extra, comenzó a limpiar casas, pero el temor al COVID-19 hace difícil encontrar alguien que la reciba.
“En una oportunidad nos tocó masticar caña de azúcar que mi hijo de 11 años sembró en el patio. Mi hija de siete lloraba de hambre, gritaba pidiendo ayuda a los vecinos. Fue desgarrador”, recuerda con amargura.