Subir de estatus social
Viví en Canadá en los años ochenta. Allá conocí el frío más intenso jamás sentido, la bohemia adolescente, los tulipanes y el amor en cada esquina. Fueron tiempos en los que devoré libros, medité, bailé, conocí el sushi y –sí, repito, insisto, reitero– me enamoré en cada esquina. Mi papá, el doctor Gustavo Tovar Báez, decía que el mito de besar al sapo para encontrar una princesa era incierto, que toda mujer era una princesa y si uno intentaba genuinamente subir nuestro estatus social de clase proletaria a realeza correspondía besar tantas princesas como fuese posible. ¿Debí besar a la reina chavista? En realidad, me dio asco. Pero ese es otro cuento. Sigo.
En Canadá me enamoré en cada esquina.
Enamorar a todas las princesas
Mi papá obviamente era psiquiatra, sus teorías, aunque divertidas y excéntricas, eran un relajo total, un bochinche de liviandad y romanticismo. Claro, un bochinche divertido…, desleal, infiel, vagabundo, pero divertido. Como adolescente la irresponsabilidad de enamorarse en cada esquina requería de cierto arte, dependiendo del principado uno debía ejercer diferentes maestrías. Para un venezolano enamorar a una canadiense, una japonesa, una italiana o una suiza requería de mucha sutileza y talento. Mi papá también decía que era imposible enamorar a todas las princesas, pero que al menos a un noventa y cinco por ciento de ellas sí se podía. ¿Noventa y cinco por ciento?
Era mi papá, había que obedecerlo, seguir su ejemplo.
Equilibrar el placer y el dolor
Ir al mar, acostarme a leer en plazas públicas y andar por bosques montañosos fueron mis pasatiempos primaverales preferidos en Canadá. Un libro y un nuevo amor siempre como –sublime– compañía. También me dio por leer la biblia diariamente, meditar y rezar el rosario. Con una princesa rusa tan bella como sensual, leímos Lady Chatterley’s lover de D. H. Lawrence en voz alta en una cabaña con vista al lago Ontario. También fue ella, se llamaba Ellen, con quien comencé a visitar los hospitales de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Y fue ella quien me razonó que el placer y el dolor debían compensarse y equilibrarse para no enloquecer. Cualquier desequilibrio entre uno u otro sentimiento podía llevarnos a la demencia, sobre todo a poetas, me decía. Aunque fugaz, haber encontrado el amor de Ellen en alguna esquina fue determinante para entender la crueldad. Conocí el relato de la guerra, verifiqué su horror, sufrí visualmente sus parálisis, sus cegueras y sus mutilaciones. Las bombas descuartizaban cuerpos, los “sobrevivientes” eran las cicatrices andantes de la maldad humana. La vi, la escuché. Sentí pánico.
Los veteranos de guerra eran la memoria descuartizada de la civilización.
Distraer el terror
Con Kimberley, de quien me enamoré furiosamente en otra esquina, convertimos en rito semanal la visita a las cicatrices andantes de la maldad humana: los veteranos de guerra. Nadie los visitaba, ni su familia. Kimberley y yo sacramentalmente lo hacíamos. No creo haya entendido la concepción filosófica de la rusa Ellen sobre el placer y el dolor, pero Kimberley al menos la practicó. Mientras más dolor (y eran abrumadores los testimonios de guerra) más placer curativo. Un día le pregunté a Henry (veterano de guerra sin brazos) sobre los momentos de placer en los tiempos de guerra, ¿los había? Y me reflexionó que sí, esos momentos ocurrían cuando asentados en madrigueras, escondites o guaridas, los soldados se contaban cuentos intentado distraer el terror que los sabía cercanos a la muerte. Mientras las bombas caían o la artillería disparaba, hablaban de amor, de películas, de ideales visiones futuras: espejismos de placer en el caos.
Por eso he decidido escribir este espejismo desde mi guarida, estamos en guerra.
Enamorarnos sin desdicha
Tú y yo llevamos años entendiéndonos: tú me lees, yo te escribo. Lo hago como ritual cada semana. Como venezolanos somos heridas andantes, ni siquiera nuestras mutilaciones han cicatrizado, ambos somos veteranos de guerra. Te escribo desde mi guarida este espejismo –mientras el chavismo nos acribilla– porque tanto dolor venezolano debe ser compensado con algo de placer. Ojalá logremos enamorarnos en cada esquina de Venezuela, no hay amor, hay desdicha. Por eso te cuento mi historia de Canadá, para que te distraigas en tiempo de guerra. Urge dispersar los temas. Yo me imagino la libertad porque entiendo…, sé…, corroboro que estamos en guerra. El chavismo nos aplasta, tortura, mutila y asesina y aún hay algún delirante que habla de elecciones y otro de regionales. Sé que deliran porque están muertos, no queda nada en sus espíritus. Pero tú y yo que estamos vivos, que estamos luchando, enamorémonos de cada esquina de Venezuela, besémosla.
¿O el país ya es un espejismo?