La privatización del Estado

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«¿No quieres lidiar con apagones? Cómprate una planta eléctrica. ¿Te hartaste de esperar a que manden agua a tu casa? Contrata una cisterna».

La Gran Aldea

Es penoso ver a personas que siguen hablando de “comunismo” en Venezuela. No porque sea falso que fue un gobierno de extrema izquierda el que desmanteló la democracia y el Estado de Derecho y destruyó nuestra economía. Durante los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, el país fue, efectivamente, un laboratorio para experimentos marxistoides que tuvieron consecuencias catastróficas. Pero nunca llegamos a los niveles de colectivización de medios de producción vistos en la Unión Soviética con Stalin, o en China con Mao. Además, desde hace unos años es evidente que la elite chavista decidió prescindir discretamente de las tesis del socialismo revolucionario y abrazar una suerte de capitalismo iliberal y oligárquico. Fingir que nada de eso ocurre es una mala praxis para cualquier estudio sobre la política venezolana.

Pero mantengámonos en el giro que dio el chavismo desde un modelo que asemeja a Cuba a otro, que asemeja a Rusia. Pudiera decirse que es la metástasis de un problema que en realidad se viene dando desde antes de que el rostro de Alex Saab desplazara al del “Che Guevara” en la simbología oficialista. Me refiero a algo que puede sonar bastante paradójico, y es que el Estado venezolano ha sido privatizado. La “cosa de todos”, la res publica, ya no es en realidad de todos. Es de la elite chavista, para su uso discrecional y su beneficio exclusivo. En Doña Bárbara, Rómulo Gallegos usó la hacienda de la propiedad del personaje epónimo como metáfora de la Venezuela de Juan Vicente Gómez, cuando el país entero, mediante un Estado centralizado que el dictador levantó en concordancia con sus intereses de hombre de negocios, era como su finca. Algo parecido está pasando ahora.

El fenómeno tiene manifestaciones tangibles e intangibles que permean todos los aspectos de la vida en el país, y como con las redes “arbóreas” en la obra de los pensadores Gilles Deleuze y Félix Guattari, podemos rastrear verticalmente a un punto de origen, que es la elite chavista misma. Comencemos con las intangibles. Son, en esencia, las normas del orden público. Lo que como venezolanos tenemos permitido o no. Todo depende de decisiones que toma la elite gobernante pensando solamente en sus intereses. Lo que la ley diga es irrelevante. Si choca con dichos intereses, se modifica mediante instituciones, que a falta de elecciones democráticas, desde hace mucho que no representan la voluntad ciudadana. O, dado que el proceso para dar barniz institucional es muy engorroso para aplicarlo a cuanto capricho tengan los poderosos, simplemente se ignora la ley. Un ejemplo, ya que el tema está (muy desgraciadamente) en boga de nuevo, es el de las detenciones arbitrarias. Están plagadas de violaciones al debido proceso contemplado en las leyes. A los objetos de estas represalias a menudo no les brindan una audiencia de presentación en un lapso de 48 horas, ni se les permite contar con un abogado de su escogencia.

Pasemos ahora a las manifestaciones tangibles. La apropiación indebida de los recursos materiales del Estado es sin duda una de las más escandalosas. La triste realidad es que el chavismo encontró la mesa puesta para el suntuoso banquete que se dio más tarde, cuando llegó al poder hace 25 años, debido al tradicional sobredimensionamiento del Estado venezolano y su incursión en los más distintos negocios. Sobre todo en materia de extracción de recursos del subsuelo. Y como ni eso era suficiente, pues vinieron las expropiaciones que todos conocemos. ¿El resultado? Miles de millones de dólares esfumados de las arcas públicas. El exministro Jorge Giordani, quien tuvo o compartió las riendas de la economía venezolana por 14 años señaló en 2016 un monto de $300 mil millones desaparecidos. ¿Podemos asumir que a partir de entonces la cosa se volvió más transparente? Por supuesto que no. Para muestra, el “Caso Pdvsa-Cripto”.

La elite gobernante lleva al extremo una noción nefasta del papel del Estado, que los economistas Daron Acemoglu y James Robinson denominan “instituciones extractivas”. El adjetivo es perfecto para Venezuela, porque el Estado es la herramienta para extraer recursos naturales (petróleo, oro, etc.) que son vendidos en el extranjero para, en teoría, usar el dinero en inversiones públicas para aumentar la calidad de vida del ciudadano común, aunque en realidad termina principalmente en manos de unos pocos poderosos, para su pecunio. Acemoglu y Robinson contraponen a este modelo las “instituciones inclusivas”, que son las que sí permiten a las masas ser parte de las grandes relaciones económicas de la sociedad. Son propias de las democracias modernas… Es decir, precisamente lo que Venezuela no es.

La rapacidad insaciable que ha habido en estas instituciones extractivas explica la próxima manifestación. La privatización de facto de los fondos del Estado fue tal, que el Estado quedó reducido a mínimas condiciones en su misión de proveer servicios de primera necesidad, sobre todo para personas humildes. No creo que haya un solo venezolano adulto inconsciente de la calamitosa situación de los hospitales públicos. Pacientes y familiares se ven obligados a brindar, pagados de su propio bolsillo, los insumos necesarios para cualquier procedimiento. Lo mismo puede decirse de las escuelas públicas. A menudo, los padres tienen que aportar los materiales para su funcionamiento básico. El problema se agrava fuera de Caracas. De manera que la educación y la salud públicas en Venezuela como derecho garantizado para toda la población no existen en estos momentos. ¿No quieres lidiar con apagones? Cómprate una planta eléctrica. ¿Te hartaste de esperar a que manden agua a tu casa? Contrata una cisterna. 

Todo eso, señores, es una forma de privatizar. Y es que ni siquiera lo que en filosofía política ha sido la más esencial de las funciones del Estado desde los tiempos de Jean Bodin y Thomas Hobbes, aquella que ni los liberales clásicos le cuestionan (excepto quizá por Murray Rothbard y sus discípulos anarcocapitalsitas) ha sido privatizada: la seguridad. La protección de la integridad física y, de nuevo, vaya paradoja, de la propiedad privada. Los crímenes del hampa común se han reducido con respecto a una cumbre alcanzada en la década de 2000 y la primera mitad de la siguiente, pero Venezuela sigue siendo un país bastante peligroso en tal sentido. El ciudadano común se siente desamparado, porque muy frecuentemente lo está en efecto. Quien tiene los recursos, puede pagar a un escolta. Es decir, seguridad privada. Ah, pero si eres parte de la elite gobernante o cercano a ella, hay poco o nada que temer. Precisamente porque tienes escoltas. Muchos. Incluyendo a agentes policiales que se supone que deberían estar brindando seguridad al público y no a un individuo. De hecho, los organismos de “seguridad del Estado”, que deberían ser un recurso humano público, están al servicio de los intereses de la elite gobernante. Esos funcionarios dedican tiempo y esfuerzo a suprimir a quien moleste a los poderosos, así sea por algo tan frívolo como un mensaje crítico en Twitter. Tiempo y esfuerzo, pagado con dinero de todos los venezolanos y que por lo tanto deberían estar consagrados a la protección de todos los venezolanos.

Si no me he dedicado a resaltar que la privatización del Estado venezolano es obra de unos señores que prometieron exactamente lo contrario con sus consignas de izquierda radical, es porque sería llover sobre mojado. Solo puedo agregar que la tendencia descrita en este artículo de seguro se mantendrá y hasta pudiera profundizarse mientras tengamos este gobierno.