La aprobación de una ley antifascista en Venezuela, que proscribe movimientos políticos y a los adversarios del déspota Nicolás Maduro sus derechos de ser elegidos, inhabilitándoles, sólo se puede entender, a primera vista, como una ley anti-Corinas.
Por Asdrúbal Aguiar
A Maduro –lo dice bien Carlos Malamud, cuya opinión sobre nuestra democracia “inmadura” endoso– le han dejado solo y desnudo. Apenas le resta seguir en el ejercicio arbitrario del poder que ha secuestrado para sostenerse. No está dispuesto a medirse en unas elecciones libres con los venezolanos.
Caben, aun así, algunas consideraciones sobre dicha ley, que empuja al país, aquí sí, hacia la deriva nicaragüense. Refiero, en primer término, lo que omiten los diputados miembros del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) que la han aprobado. Nominalmente, se califican de marxistas e invocan 41 veces el legado de Carlos Marx desde las páginas de su Libro Rojo y al adoptar sus estatutos proclaman a su partido “socialista bolivariano” en un menjurje difícil de desentrañar, pues junta “los principios del socialismo científico, el cristianismo y la teología de la liberación”. Y al hacer parte del Foro de Sao Paulo, cuyos integrantes afirman seguir la corriente socialista del siglo XXI, así se tamicen en el Grupo de Puebla como “progresistas”, al cabo son una caricatura totalitaria que ahora intenta condenar a su mellizo histórico, el fascismo.
Condenándolo y criminalizándolo, pero desfigurándolo en la ley como lo ha hecho consigo mismo en sus regulaciones internas, omiten los «pesuvistas» que su fuente matriz es el marxismo leninista-estalinista, que asesinó a más de 1 millón de personas por motivos políticos y a otros 8 millones los dejó morir de hambre. Esta vez, lo que en realidad se proponen sin mirarse en el espejo es declarar delitos al “conservadurismo moral” y al “neoliberalismo”, no al fascismo. Es lo mismo que hiciesen los nazis con los judíos. ¿Buscan llevar a sus cárceles a los curas o a los rabinos, o a quienes practiquen el capitalismo privado, les pregunto?
He aquí, entonces, una primera clarificación que, con vistas a ese dañado caleidoscopio de ideas movilizadoras de ánimos contenida en una ley que falsifica nociones e ideas como las señaladas, nos hace Piero Calamandrei. Él describe al auténtico fascismo en su obra sobre El régimen de la mentira a partir de una pregunta que le calza al régimen madurista: “¿Era revolución o no lo era? Era, sí y antes bien, un sistema donde la “mentira política” que es común a no pocos regímenes es, en este, en el fascista, “el instrumento normal y fisiológico del gobierno”, responde.
“¿Era la igualdad de todos ante la ley o, mejor, se introdujo una distinción entre los inscritos como fascistas que gozan de todos los derechos y los no inscritos, que soportan todos los deberes?”, repregunta el eximio maestro italiano de la posguerra: En el fascismo se desarrolla una “práctica política sistemáticamente contraria a las leyes”, donde aquello que está escrito en las mismas nada importa, sino lo que queda entre líneas y tiene un distinto significado, vuelve a contestar.
De modo que, el uso arbitrario de los conceptos sobre el marxismo o el fascismo, ambos socialistas y que realiza el mal llamado socialismo bolivariano al legislar en contra del fascismo o de sus “expresiones similares” – como para que nada quede fuera de su ojo y arbitrariedad despótica – en nada se compadece con la realidad histórica de Venezuela. Sólo la ignorancia puede predicar la existencia entre los venezolanos de alguna “superioridad racial” entre sus gentes, menos la económica; pues a la par de ser la nuestra una sociedad integralmente mestizada, hecha de pobres que luchan por ascender, nuestros pocos ricos lo han sido de ocasión y no han durado más de una generación, y buena parte de ellos se hizo bajo la palmera de dictaduras y dictablandas. La siguiente siempre los ha despojado de lo mal habido y hasta de lo trabajado. Es la constante.
El único de prosapia, colonial, de cuna, heredero de fortunas, es, entre nosotros, el apellido Bolívar, descendiente del primer empresario autorizado para comprar 3.000 esclavos en África y traerlos al país, Simón de Bolívar el viejo. El resto son los hijos de la panadera, como los Miranda, o quienes fueran simples dependientes de la Compañía Guipuzcoana antes de ser expulsada, trabajadores desclasados, pero al cabo hombres y mujeres de trabajo, nada más.
La única raza pura que se ha conformado a lo largo de las tres décadas precedentes son la élite de los «enchufados» y la corte del régimen despótico a la que aquella sirve con obsecuencia amoral y en línea diametralmente opuesta a la predominante decencia del pueblo venezolano, que es innovador y no le humilla trabajar a brazo partido. Lo saben nuestros emigrantes.
¿En qué quedamos, pues?
La condena y la criminalización que hoy se busca hacer, mediante una ley fascista que dice ser antifascista y en la que predominan sus entrelíneas, repito, es la de quienes, honrando los fundamentos de nuestra nacionalidad, adhieren a la cultura judeocristiana y son amantes de la libertad. Los venezolanos somos, en efecto, conservadores en lo moral y ahora se nos excluye por vía legislativa, mediante un apartheid, para enviarnos a las mazmorras.
El fascismo es patriotero, odia al disidente, es militarista, exige obedecer, elimina beneficios a quienes lo enfrentan, no respeta la dignidad humana, sus columnas son la corrupción y la mentira, controla fomentando el miedo, no rinde cuentas y ve a la religión y la cultura como enemigos a derrotar. Es la esencia de la ley antifascista, una vulgar aporía.
Creo, a pesar de ello, que lo que rige en Venezuela es un despotismo iletrado, pues en los totalitarismos marxista y fascista existe el Estado. Entre nosotros desapareció la república y la nación como base se pulverizó, sustituyéndoselas por “el personalismo, la discrecionalidad, la hipocresía constitucional, la violencia, la corrupción, y el nepotismo”, diría Linz.