Libertad, libertad, libertad es el grito que se repite en los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía. En barrios y en urbanizaciones, en ciudades, pueblos y caseríos, en la universidad y en la fábrica, en la iglesia y en el mercado hay un solo clamor. Nuestra nación ha entendido la naturaleza de la lucha que estamos librando. Ha internalizado la esencia del problema. No es otro que la existencia de un sistema autoritario, de una pérdida de la libertad, con todo lo que ello significa. Cada ciudadano lo siente en su vivir cotidiano, en su espacio vital cada día más controlado, más limitante de su existencia hasta el punto de sentirse acorralado, asfixiado.
La constante humillación de quien ejerce “el poder” para condicionar su vida ha terminado por agotar la paciencia de millones de seres humanos en nuestra sufrida Venezuela. El que debe soportar la soberbia del “jefe o jefa de calle” para tener acceso al gas doméstico, a la bolsa de alimentos, al bono o al miserable salario que le pagan en algún ente público; o la de los integrantes de la camarilla roja que instalados en los poderes del estado no se cansan de exhibir su soberbia, su vulgaridad y su opulencia, en una nación empobrecida.
El sentimiento de opresión, de asfixia existente en la ciudadanía se hace más denso y agobiante con la presencia abusiva y corrupta de los organismos de seguridad del estado, instalados en un sin número de alcabalas y puestos de control dedicados a hostigar, incriminar sin razón, extorsionar y humillar a los ciudadanos, pero sobretodo a los que se dedican a tareas productivas, como el comercio, la agricultura, la pesca, la ganadería y la industria.
La persecución a la disidencia política ha generado un sentimiento de indignación. Los centenares de presos políticos, las víctimas de la violencia del estado, los afectados por la política de expropiaciones y confiscaciones son parte de ese sentimiento de opresión. A su creciente valoración se suma la persecución contra los periodistas y medios de comunicación independientes. El cierre de televisoras, emisoras de radio y medios impresos son una muestra de la intolerancia a la opinión disidente. La censura la percibe el ciudadano cuando accede a los medios y observa que nada se informa, ni se comenta de los múltiples problemas existentes en nuestra sociedad y de los cuales los espacios de radio, TV y prensa hacen mutis.
La opresión la siente desde el empresario grande hasta las vendedoras de empanadas cuando se usa al Seniat como instrumento de coerción y venganza política, pero también cuando amparados en la ausencia de los principios fundamentales del estado de derecho, se utiliza la herramienta impositiva como mecanismo para la extorsión.
La asfixia la sienten los empresarios que deben trabajar en una economía mafiosa, donde la libertad económica es una quimera. O los sindicatos y gremios sometidos a la persecución, desconocidos por el estado y marginados de la contratación colectiva y del derecho a la libertad de asociación.
Todos esos sentimientos los percibo en cada una de mis acciones políticas y sociales. En mi intenso recorrido por las comunidades, pueblos y ciudades de Venezuela oigo el grito de libertad, libertad, libertad…
El pasado viernes 21 de junio participé en una asamblea del Frente Social Los Hijos del Municipio. Una agrupación de ciudadanos, de trabajadores petroleros de la faja del Orinoco y vecinos de la ciudad de Temblador, Municipio Libertador del Estado Monagas. Agrupación que se forjó al lado del chavismo y que producto del estado de opresión, decidieron echar el miedo a un lado y sumar sus voluntades a la conquista de la democracia. En mi discurso a esa asamblea los asistentes me interrumpían voceando la consigna libertad. Terminada la misma se acercaron los líderes de los trabajadores petroleros para hacer fotografías de nuestro encuentro.
Les pregunté por qué gritaban «libertad, libertad, libertad». La respuesta no se hizo esperar: «Porque nos cansamos del acoso, del chantaje y del control de unos jefes que cada día nos amenazan con quitarnos los salarios miserables o las bolsas de comida. Porque nos amenazan con la cárcel y hasta con perder la vida. Estamos resteados a salir de ese yugo”.
Luego, el pasado fin de semana acompañé la gira de María Corina Machado por los estados Mérida y Táchira. Aquello fue apoteósico. La ciudadanía se desbordó por carreteras y calles de pueblos, caseríos y ciudades. Al diálogo con ellos expresaban el mismo sentimiento: queremos ser libres. Ya basta de tanta humillación.
Me comentaba un trabajador agrícola en La Fría: «Ya estamos cansados de la humillación de la guerrilla y de la falta de gasolina, gas, agua y electricidad». Todos esos factores lo hacen sentir atrapados. Su anhelo, la libertad. Saben que si hay libertad, hay democracia. Y si hay democracia regresará el bienestar.
El grito de libertad representa en esta hora la suma de todos los sentimientos, el de la rabia contenida ante las privaciones y agresiones; el del dolor ante la muerte de amigos y familiares por la violencia, el hambre y la enfermedad; el producido por la separación de la familia que la migración ha producido.
El grito de libertad es el de la esperanza y la alegría ante la próxima de un cambio.
Asistimos entonces a una lucha por la liberación, no a una campaña electoral convencional. Eso explica el despertar ciudadano, eso mueve a las masas a superar obstáculos de toda naturaleza para movilizarse y dar testimonio de su férrea voluntad de cambio.
Ese sentimiento de libertad lo encarna el liderazgo de María Corina Machado quien lo canaliza y conduce hacia el evento electoral del próximo 28 de este mes.
Ese sentimiento y esa fuerza se convertirán en millones de votos que elegirán a Edmundo González Urrutia como el nuevo presidente que tendrá la gran responsabilidad de conducir la transición de la dictadura a la democracia, de la opresión a la libertad, de la miseria al bienestar, de la desintegración familiar a la unidad de todos.
El grito y el sentimiento por la libertad constituye el motor que moviliza el alma nacional.