Al borde de la tormenta perfecta, Por Miguel Henrique Otero

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A comienzos de noviembre, aproximadamente, la campaña gubernamental —que contó con la participación cómplice de supuestos opositores— de una Venezuela en camino de arreglarse comenzó a desinflarse. Ocurrió lo previsible: duró hasta que los hechos la desmintieron con rotundidad. La ralentización de los factores que alimentan la crisis venezolana, que se produjeron durante tres o cuatro meses, y que algunos interpretaron como un cambio de dirección en la economía, se acabó. Desde los primeros días de enero, esos factores a los que me refiero se han intensificado y acelerado, al punto de conducir al país, en estas pocas semanas, a la situación en la que Venezuela se encuentra hoy: al borde de una tormenta perfecta.

El Nacional

En el núcleo de este rápido agravamiento de la escena venezolana hay un hecho fundamental: el régimen de Maduro, Cabello, Padrino López y El Aissami —porque El Aissami es un componente fundamental del régimen, aunque ahora pretendan negarlo— no logra levantar la producción petrolera.

Recordemos: el 4 de enero de 2022, El Aissami anunciaba que se había revertido la tendencia a la baja y que la producción se elevaría a 1 millón de barriles de petróleo por día. Maduro suscribió el anuncio. Como es obvio, la cifra era falsa. Absolutamente falsa. Como sabemos ahora, el promedio de producción de 2022 no alcanzó los 700.000 barriles/día. Pero ese es solo uno de los males. El otro, tal como ha sido revelado por fuentes internacionales durante la semana pasada, es que más del 80% de las exportaciones no se ha cobrado. No se ha cobrado ni se cobrará, porque se trató de exportaciones dirigidas al mercado negro de los crudos, uno de los ilícitos del planeta, donde Petróleos de Venezuela es líder indiscutible. Si las cifras estimadas por los analistas son ciertas, y si en los meses recientes Pdvsa solo logró cobrar 16% de sus exportaciones, esto quiere decir que, en términos efectivos, la producción petrolera venezolana ni siquiera alcanza los 150.000 barriles de petróleo al día, porque todo lo demás —repito, más de 80%— va directo a los bolsillos de jerarcas, acólitos y enchufados correspondientes.

En el país que no produce ingresos, como si esto no constituyese una verdadera tragedia en sí misma, se ha reactivado la corriente inflacionaria, a tasas que desbordan la economía de las familias venezolanas, salvo alguna mínima excepción. La escalada de precios, en todos los rubros, pero de forma particular en el más sensible de los bienes, el de los alimentos, alcanza entre 20% y 50%, solo a partir del 1º de enero de 2023. Otra vez, con tintes de pesadilla recurrente, los precios de alimentos, cada vez más inaccesibles, anuncian que, durante los próximos meses, vendrá un empeoramiento de las tasas de hambre y desnutrición.

Este es el marco de cosas en el que docentes de todos los niveles del sistema educativo, profesionales de la salud y empleados del sector público en general, al tiempo que llevan vidas cada vez más estrechas, reciben del régimen la información, a través de sus innumerables voceros, de que no hay un centavo para aumentarles sus salarios. Cuando el gobierno plantea soluciones como, por ejemplo, reducir la jornada laboral de los docentes para que puedan acceder a otras fuentes de ingreso, ¿a qué se referirán, si sabemos que en Venezuela las fuentes de empleo y las oportunidades se han esfumado?

Mucho más peligroso es todavía lo que está ocurriendo en los cuarteles: a los oficiales de los distintos componentes se les ha encargado de informar a sus subordinados que deben convertirse en emprendedores, es decir, arreglárselas como puedan, porque no habrá aumentos. Cabe preguntarse: ¿qué significa tomar el camino del emprendimiento, sin preparación alguna para ello, en una economía a la baja, inflacionaria, cuya moneda cada vez tiene menos valor?

¿Y qué significa eso, incluso suponiendo que una parte de los uniformados —20, 30, 40%— logren poner en marcha pequeños negocios que compensen sus ingresos? Significa, atención, que volverán las alcabalas y operaciones de matraqueo; significa que se producirá un aumento de la actividad delincuencial; significa que, ni siquiera para los que tienen el privilegio de un trabajo estable en cualquiera de los ámbitos del sector público, existen las mínimas garantías que el Estado debe a quienes le sirven. Nada de eso existe. Lo que hay es un Estado que chupa la sangre de sus trabajadores, los maltrata de todas las formas posibles, les niega el derecho a la protesta, les reprime y les envía los colectivos para que los ataquen y les impidan expresarse.

Si solo considerásemos estos factores, lo que tenemos por delante es, además de un 2023 cuyo signo será el deterioro de todos los indicadores, que nadie tenga dudas al respecto, un empeoramiento de la crisis humanitaria venezolana.

Pero si a lo anterior se suma que la respuesta social del régimen, por ejemplo, consiste en vender unas cajas de alimentos parcialmente subsidiadas —hablo de las que distribuyen los CLAP—, donde vienen latas de atún vencidas o portadoras de alimentos de la peor calidad o en mal estado; si consiste en militarizar el acceso a los hospitales para dificultar el ingreso de los pacientes —disuadirlos de usar el servicio—; si consiste en proteger a los ricos y enchufados que exhiben sus vidas de lujo con descaro y desprecio por el resto de la sociedad venezolana; queda todavía más claro que la escena de la tormenta perfecta está servida.

Porque, si ensamblamos las piezas —colapso de la actividad económica; agravamiento de la crisis social; derrumbe de las instituciones; fractura de la unidad del régimen a causa de sus luchas internas y vendettas—, ¿qué tenemos? Tenemos el vértigo, el huracán de la tormenta perfecta, cuyo final no es posible predecir (todo esto sin contar que, en silencio, la Corte Penal Internacional avanza).