De cómo El Helicoide se convirtió en un centro de torturas

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Quién sabe cuántos de los 320 locales del que, en su momento, iba a ser el centro comercial más grande de América son las celdas que conforman el mayor centro de torturas de Latinoamérica.

La Gran Aldea

En 1955, El Helicoide se proyectó como una serie de edificios residenciales encima de la roca Tarpeya cuyo acceso sería una calle empinada. Pero pronto se cambió el proyecto por el de un centro comercial, empresarial y de entretenimiento para ser recorrido en carro y así ofrecer una nueva experiencia urbana más acorde con los sueños futuristas de Caracas.

La monumentalidad del proyecto del strip mall rozaba la arrogancia: 1.500 obreros divididos tres turnos para 24 horas de trabajo los siete días de la semana y así construir 4 kilómetros de rampa doble con 320 locales y dos puestos de estacionamiento por local, instalar cuatro ascensores diagonales austríacos fabricados a la medida y escaleras mecánicas, seis niveles de tiendas y oficinas, y un séptimo nivel que estaría coronado por una cúpula geodésica de Richard Buckminster. La megaestructura, además, estaría decorada con el paisajismo de Roberto Burle Marx, el mismo que diseñó el Parque del Este y el Jardín Botánico de Caracas.

Cuesta imaginarlo: en El Helicoide habría restaurantes, discotecas, salas de cine, gimnasios, bowling, parque y guarderías, un centro automotriz —con venta de vehículos y repuestos, taller mecánico, autolavado automático y estación de gasolina—, un hotel cinco estrellas, un club para propietarios, su propia emisora de radio, estudios de televisión, helipuerto y el “Palacio de espectáculos” para exhibir el progreso de la industria petrolera y agrícola de Venezuela.

Aquella construcción helicoidal como el Museo Guggenheim, pero con el delirio a su alrededor, también tenía como ambición crear otro relieve dentro de la topografía urbana. 

Comenzó el mito

Explica el arquitecto Enrique Larrañaga: “La Roca Tarpeya es la pieza que, en realidad, tiene una dimensión monumental. El Helicoide se apoya de esta roca y produce una sensación de monumentalidad más imponente que la suya propia. El impacto deriva entonces de la roca más que de la arquitectura en sí. Pero con este comentario no se debe ignorar la maravilla constructiva que es El Helicoide: su geometría fue impecablemente desarrollada y su gráfica es portentosa. La calidad de su construcción ha hecho que soporte todos los embates y desprecios que le ha tocado vivir”.

Dicen que el urbanista Maurice Rotival quedó encantado con la forma sobre la roca, que al poeta Neruda le pareció una creación exquisita jamás nacida de la mente un arquitecto, que Niemeyer quedó fascinado por el uso del concreto martillado, que el artista plástico Dalí se ofreció a decorarlo y que el mismísimo empresario Rockefeller trató de comprar el proyecto.

Agrega la historiadora cultural Celeste Olalquiaga, directora del Proyecto Helicoide: “Esta obra es un icono, una reliquia modernista, futurista y brutalista, y también es lo que siempre ocurre en Venezuela: al cambiar el gobierno, hay algo que se paraliza. Llegó la democracia con Betancourt y como El Helicoide se asoció con la dictadura de Pérez Jiménez, Betancourt dijo que no se pondría un ladrillo más, aunque la obra es de hormigón armado”.

Se fue arruinando

Además de refugio para damnificados e invasores durante el gobierno de Herrera Campíns, El Helicoide fue zona roja y una obra inconclusa que, para el año 2014, tenía al menos veintisiete proyectos de rehabilitación sin concretar, por ejemplo, centro industrial, museo de arte, museo de historia y antropología —con el cual se logró instalar el domo que estuvo 30 años en un depósito—, biblioteca nacional, centro ambiental, cementerio de nichos y centro para niños de la calle. 

Mientras se decidía para qué serviría, fue generando problemas de circulación vehicular y peatonal, así como la división física de entre los sectores San Agustín y San Pedro. En 1982 se logró desalojar a las familias damnificadas e invasores, pero “El Helicoide había quedado en concreto, en obra cruda, no tenía electricidad ni desagües, había muchas aguas negras. Era una obra muy precaria”, cuenta Olalquiaga.

Pese a esto, dos años más tarde, se fueron instalando las oficinas de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP). Los dos pisos más bajos les fueron entregados en comodato por quince años y los policías recién mudados se maravillaron por estacionar sus carros justo al frente de sus oficinas.

Otra cosa, otra vez

Olalquiaga recuerda una visita que hizo en 2015: “Para mí fue muy decepcionante. Pensé que era mucho más grande que lo que uno se imaginaba, pero no. Había cubículos de la universidad [Nacional Experimental de la Seguridad] que tenían adentro, pupitres, ‘ballenas’ [camiones lanzagua], autos de policías. La estructura permanecía, pero el concreto ya estaba degradado” y el desorden de las remodelaciones parciales en el interior quizás ya advertían el uso de la infraestructura.

Larrañaga recuerda que, en 1997, un amigo arquitecto vino desde República Dominicana a la Universidad Simón Bolívar. Maravillado por El Helicoide, fue a tomarle fotos desde los alrededores y lo detuvieron hasta el día siguiente. En ese momento, el dominicano se enteró que su obra admirada era, en realidad, un centro de detención. 

De manera que después de trece años del comodato ya servía para detenciones transitorias. Cuarenta años después sirve para detenciones por tiempo indefinido del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN), “la policía política de la revolución bolivariana” adscrita a la Vicepresidencia de Venezuela, cuya cadena de mando ha sido señalada por cometer crímenes de lesa humanidad.

“Toma en cuenta —dice Larrañaga— que los locales originales solo iban a ventilar por su estrecho frente y no iban a tener entrada de luz natural. Por esto el uso de la construcción como dungeon, al peor estilo de la inquisición. Al entender esto, se comprende mejor por qué su uso actual es criminal”.

La ironía es monumental: lo que iba a ser el símbolo de la Venezuela moderna, se convirtió en el símbolo de las torturas más primitivas. Quién sabe cuántos de los 320 locales del que, en su momento, iba a ser el centro comercial más grande de América son las celdas que conforman el mayor centro de torturas de Latinoamérica.

“El Helicoide pasó a ser un fracaso de la modernidad, lo que se llama ‘ruina anticipada’ que son esas cosas que se arruinan antes de completarse o de llegar a ser. Fue entrando en las tinieblas y a partir de las manifestaciones estudiantiles de 2014, cuando se hicieron más públicas las torturas y su condición de cárcel que ya venían desde Caldera, se convirtió en una cosa abyecta. No lo querían ver y lo querían olvidar, y ahora mucho más, quizás porque lo que ha perdurado más es su funcionamiento como un centro de detención con los fondos de la nación”, lamenta Olalquiaga.

Ahora que está demasiado lejos de sus aspiraciones de origen, El Helicoide no se puede ignorar, aunque siempre incomode. Hay que mirarlo desde la avenida Victoria, en recorridos virtuales de su interior como el que ofrece Realidad Helicoide o a través de las memorias de prisioneros como el comisario de la Policía Metropolitana de CaracasIván Simonovisy la juezaMaría Lourdes Afiuni. También hay que seguir documentando lo que va siendo con el rigor del Proyecto Helicoide y discutirlo como lo hicieron los familiares de los presos por razones políticas a propósito de la medalla del maratón CAF 2023. Y hay que exigir su cierre definitivo siempre que recordemos que allí están, entre tantos, la sargento de la Guardia Nacional BolivarianaSamaira Romero, y los defensores de derechos humanos Javier TarazonaRocío San Miguel.

Bien dice Olalquiaga que nada de El Helicoide se puede censurar, ni sus proyectos fracasados, ni que es centro de tortura, ni nada de su historia, porque es nuestra historia. Y esta historia, por más dolorosa que sea, no se puede olvidar. O precisamente por ello no podemos olvidarla, pues si se logra superar estos tiempos de tortura, oprobio y represión, debemos conocer todo lo ocurrido para nunca más volver a repetirlo.

O como enfatiza Larrañaga: “Hay que ver y hablar, porque es algo que está ahí y que, parcialmente, nos pertenece porque es público. El Helicoide forma parte de la ciudad de la que somos parte y con lo que pasa allí adentro, no se puede estar con la resignación de ‘se lo cogieron y ya está’ o con la romantización bastante superficial de ‘¡Qué bellos eran los años 50!’ Hay que hablar de esa obra que, como tantas otras en Caracas, fue pervertida. Y hablar, sobre todo, de los que están dentro que, como El Helicoide, esperan un juicio justo para poder integrarse a la ciudad”.