El fanfarrón de Maduro y el futuro electoral venezolano, Por Miguel Henrique Otero

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Estoy altamente persuadido de que para muchos las palabras de Nicolás Maduro en el Teatro Teresa Carreño, en el burocrático encuentro de recordación de los diez años del fallecimiento del teniente coronel Hugo Chávez —recordable por la clamorosa ausencia de pueblo en la fecha—, fueron interpretadas como una fanfarronada. No más que eso. Y no le faltan argumentos a quienes han pensado de ese modo. La vocería del régimen de Chávez y Maduro ha tenido y tiene como uno de sus estratégicos fundamentos históricos la fanfarronería.

El Nacional

De Chávez, lo menos que puede decirse, es que era farolero y balandrón. Mentiroso patógeno y gritón. De Cabello, bravucón y gallito. De Maduro, otro tanto: soberbio y perdonavidas. Esta modalidad, la de la virulencia verbal, la de injuriar a los demás con garantía de impunidad —son como unos guapetones de barrio que insultan a los peatones que pasan frente a su esquina, pero solo si están rodeados de una patota de sujetos armados—, se ha constituido en una recurrencia, en una cultura del régimen.

Que es una cultura ampliamente extendida lo evidencian los miles de videos que las víctimas de estos ejercicios de la humillación, en todo el país, han logrado filmar de las agresiones o malos tratos que reciben de la burocracia civil o militar, de policías, milicianos, jueces, alguaciles, funcionarios de la salud, de los servicios públicos, de los organismos fiscalizadores, de ministerios, institutos autónomos, gobernaciones y alcaldías.

No se diga lo que ocurre en las alcabalas, los puertos y aeropuertos, en las aduanas y puntos de control, en los escritorios donde se autoriza o no el ingreso de los ciudadanos a los entes del Estado: no hay lugar en ese mundo que llamamos la administración pública donde, bajo los retratos de Chávez y Maduro, o solo de Maduro, donde no esté activa y en constante ebullición, unas políticas de maltrato, de indiferencia, de negación de los derechos ciudadanos, de fanfarronería y desprecio hacia los ciudadanos.

Lo mismo, pero de modo más dramático, ocurre en hospitales y centros de salud: ante las largas esperas, ante el descaro con que se cometen irregularidades, ante la falta total de los mínimos insumos necesarios, ante la falta de respuesta de los organismos, ante la indolencia o el desprecio a la preocupación de cada quien, los castigados por la maldad gansteril de los funcionarios militantes del PSUV, no tienen más opción que el silencio. Si no se acogen a la mudez absoluta, su suerte no será otra que sufrir el método del fanfarrón, que consiste en denegar el servicio que tiene el deber de prestar y, a ello, añadir una buena tanda de frases despectivas y amenazantes.

Dijo Maduro en el pastoso acto del Teatro Teresa Carreño que habrá elecciones en 2024 y que al régimen le resulta irrelevante si, en el plano internacional, el resultado electoral es reconocido o no. “A nosotros no nos importa lo que piense el imperialismo, ni lo que piensen las oligarquías, sobre la vida política, social, institucional, cultural y económica de Venezuela. Nos tiene sin cuidado que ellos digan algo o no, que reconozcan o no reconozcan».

Debo decir que, bajo la frondosidad del fanfarrón, lo que Maduro ha anunciado debe quedar claro para los demócratas venezolanos y del mundo: el régimen irá a unas elecciones, volverá a manejar el proceso para obtener un resultado a su favor y aunque las evidencias del fraude resulten inocultables, aunque las denuncias se multipliquen, aunque los testimonios sean incontestables, aunque sea irrebatible el triunfo del candidato de la oposición democrática, el Consejo Nacional Electoral bajo su control pleno, declarará el triunfo de Maduro, con el rechazo de la mayoría abrumadora del país y de las democracias y los gobiernos de otros países. Lo repitió: no les importa.

El anuncio no permite lugar a la duda: las elecciones de 2024 serán un ejercicio de simulación por el que debemos pasar, pero el resultado ya está definido, planificado y asegurado a favor del régimen.

¿Y con qué recursos cuenta el régimen para amañar el proceso electoral, desconocer la voluntad popular y mantenerse en el poder, al costo que sea? Tienen recursos de sobra, el primero de ellos, como dije, el Consejo Nacional Electoral, cuyas realidades, por encima de la exigua representación de las fuerzas opositoras en la organización, es de control absoluto y militar de la maquinaria electoral, a todo lo largo de sus puntos sensibles.

Antes de que lleguemos a la propia jornada electoral, el régimen habrá impuesto sus ventajas: impedir la participación de dirigentes políticos presos o en el exilio; sabotear el voto de los venezolanos en el exterior; imponer a los medios de comunicación una agenda que minimice o borre las comunicaciones y la propaganda de los candidatos distintos a Maduro; hacer uso de los recursos del Estado a favor de su campaña; impedir, incluso por la fuerza policial o de los colectivos, la actividad de los políticos opositores; mover los centros de votación a lugares inaccesibles; cambiar a los electores de centro de votación sin notificarles y violando la ley; someter a los votantes al control de las bandas paramilitares conocidas como colectivos; multiplicar el número de alacranes que dividan cada vez más el deseo de los venezolanos de cambio político; activar los poderes públicos, muy especialmente los tribunales, para que actúen en contra de quienes protesten o se opongan a estas prácticas.

Pero todavía me falta mencionar el más potente de los recursos con que cuenta Maduro, en el fondo, el verdadero sostén de su fanfarronería: las armas y las balas de la Fuerza Armada que, si ocurriese que la sociedad rechaza la imposición que se pretende, recibiría la orden de reprimir, de disparar, de apresar, de torturar, de coaccionar, de injuriar y amenazar a cualquier ciudadano que exija el cumplimiento de la ley y el respeto a sus derechos.