El Papa Francisco comparte cómo y por qué “recuperar la alegría” en su nuevo libro

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En su última publicación, cuya idea surgió a partir de su último viaje a Tailandia, el pontífice argentino discurre sobre los verdaderos significados de belleza y felicidad, así como la importancia de la misericordia como “núcleo del mensaje cristiano”. Así empieza “Te deseo la sonrisa”.

Infobae

“Mi deseo se resume en una palabra: «sonrisa»”, escribe el Papa Francisco al comienzo de su nuevo libro, Te deseo la sonrisa: para recuperar la alegría, editado por Penguin Random House, que se podrá conseguir en español en todas las librerías a partir del 1 de diciembre.

La idea del libro, según cuenta el Santo adre en el prefacio, le surgió después de un viaje a Tailandia: “Lo llaman el país de la sonrisa, porque en él la gente sonríe mucho, es especialmente amable, noble, unas cualidades que se sintetizan en ese gesto facial y se reflejan en el porte. Esa experiencia me impresionó mucho y me ha llevado a concebir la sonrisa como una expresión de amor, de afecto, típicamente humana”.

Los ocho capítulos de Te deseo la sonrisa abarcan el tema de la felicidad de manera humana y profunda, con consciencia de que la verdadera alegría no es un sentimiento efímero ni ilusorio, así como tampoco es un antídoto para quienes ignoran el sufrimiento, sino que proviene de una esperanza concreta e imposible arrebatar.

En estas páginas, que son un mensaje para todos los hombres y mujeres del mundo, el pontífice afirma que Dios es dicha y la misericordia es la manifestación más profunda de la felicidad de Dios y el núcleo del mensaje cristiano. Las palabras del Papa Francisco son una invitación a abrazar la verdadera belleza; a abrirse, encontrarse y compartir; a cambiar actitudes personales y sociales que fomentan la exclusión; a desenmascarar el descontento que se produce cuando nos encerramos en nosotros mismos; y a afrontar la vida con valentía y confianza, sin dejarse vencer por la tristeza y el pesimismo.

En su último libro, Francisco escribe: “Jesús es la sonrisa de Dios. Vino al mundo para revelarnos el amor del Padre, su bondad, y la primera manera en que lo hizo fue sonriendo a sus padres, como cualquier recién nacido. Y, gracias a su extraordinaria fe, la Virgen María y san José supieron recibir el mensaje, reconocieron en la sonrisa de Jesús la misericordia que Dios les mostraba, a ellos y a todos los que aguardaban su llegada, la del Mesías, el Hijo de Dios, el rey de Israel”.

La esperanza no decepciona
El optimismo decepciona, ¡la esperanza no! Y la necesitamos mucho en estos tiempos oscuros, en los que a veces nos sentimos perdidos ante el mal y la violencia que nos rodean, ante el dolor de muchos de nuestros hermanos. ¡Hace falta esperanza! Nos sentimos extraviados y también un poco desanimados, porque creemos que no podemos hacer nada y que la oscuridad no tiene fin. Pero no debemos permitir que la esperanza nos abandone, porque Dios camina con su amor junto a nosotros. Cualquiera puede afirmar: «Confío porque Dios está conmigo».

La felicidad de la humanidad compartida
En este mundo que corre sin un rumbo común, se respira un ambiente donde «la distancia entre la obsesión por el propio bienestar y la felicidad que procura la humanidad compartida parece ensancharse hasta el punto de que cabe pensar que existe un auténtico cisma entre el individuo y la comunidad humana. Porque una cosa es sentirse obligados a vivir juntos y otra apreciar la riqueza y la belleza de las semillas de vida en común que debemos buscar y cultivar juntos».

La tecnología no deja de progresar, pero «¡qué bonito sería si al crecimiento de las innovaciones científicas y tecnológicas se uniera una mayor equidad e inclusión social! ¡Qué bonito sería si, al mismo tiempo que descubrimos nuevos planetas lejanos, redescubriéramos las necesidades de nuestro hermano y de nuestra hermana, que orbitan a nuestro alrededor!».

Las noches de nuestra vida
Todos tenemos una cita con Dios en la noche de nuestra vida, en las numerosas noches de nuestra vida; son momentos oscuros, de pecado y desorientación. En ellos tenemos una cita con Dios, siempre. Él nos sorprenderá inesperadamente, cuando nos quedemos verdaderamente solos.

En esa noche, mientras combatimos contra lo desconocido, tomaremos conciencia de que somos unos pobres hombres —me permito decir unos «desgraciados»—, pero no debemos temer cuando nos sintamos «desgraciados», porque en ese momento Dios nos concederá un nuevo nombre que contendrá el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a los que han permitido que Él los transforme. Esta es una invitación en toda regla a que permitáis que Dios os cambie. Él sabe cómo hacerlo, porque nos conoce a todos. «Señor, tú me conoces», podemos decir todos. «Señor, tú me conoces. Cámbiame».

¡Venid a mí!
En el evangelio de san Mateo, Jesús sale en nuestra ayuda con las siguientes palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). La vida es a menudo difícil, en muchas ocasiones incluso trágica. Trabajar es fatigoso, buscar trabajo también. ¡Y hoy en día es tan extenuante encontrar trabajo! Pero esto no es lo que más nos pesa en la vida, lo que más nos pesa es la falta de amor.

Pesa no recibir una sonrisa, no ser acogidos. Pesan ciertos silencios, en ocasiones incluso en el seno de la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos. Sin amor la fatiga es más difícil de sobrellevar, intolerable. Pienso en los ancianos que están solos, en las familias que sufren por no recibir ayuda para mantener a quien en casa necesita atenciones y cuidados especiales. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados», dice Jesús.

El lado bueno del tapiz
El amor que se da y que obra se equivoca a menudo. El que actúa y arriesga suele cometer errores. En este sentido, puede ser interesante el testimonio de Maria Gabriela Perin, huérfana de padre desde que nació, que reflexiona sobre la manera en que este hecho ha influido en su vida, en una relación que no duró, pero que la convirtió en madre y ahora en abuela: «Lo que sé es que Dios crea historias. Con su genio y su misericordia, coge nuestros triunfos y nuestros fracasos y teje unos maravillosos tapices llenos de ironía. El revés de la tela puede parecer caótico, con los hilos enmarañados —los sucesos de nuestra vida—, y quizá sea el lado que no nos deja en paz cuando dudamos. Pero en el lado bueno del tapiz hay una historia magnífica y este es el lado que ve Dios».

¡Él vive! Debemos recordarlo a menudo, porque corremos el riesgo de considerar a Jesucristo únicamente como un buen ejemplo del pasado, un recuerdo, alguien que nos salvó hace dos mil años. De ser así, no nos serviría para nada, nos dejaría igual que antes, no nos liberaría. Él, que nos colma con su gracia, nos libera, nos transforma, nos sana y nos conforta, está vivo. Es Cristo resucitado, está lleno de una vitalidad sobrenatural, revestido de una luz infinita.

Por eso san Pablo afirmó: «Y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido» (1 Cor 15, 17). Si Él vive, podrá estar verdaderamente presente en tu vida, en cada momento, para iluminarla. Así no volverás a sentir soledad y abandono. Aunque todos se vayan, Él estará ahí, como prometió: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Él llena todo con su presencia invisible y te estará esperando dondequiera que vayas. Porque no solo ha venido: viene y seguirá viniendo todos los días para invitarte a caminar hacia un horizonte siempre nuevo.

Más allá de lo conocido
Dios siempre es una novedad que nos invita continuamente a echar de nuevo a andar y a cambiar de lugar para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras. Nos conduce al lugar donde se encuentra la humanidad más herida y donde los seres humanos, por debajo de la apariencia de la superficialidad y el conformismo, siguen buscando la respuesta a la pregunta sobre el sentido de la vida. ¡Dios no tiene miedo! ¡No tiene miedo! Siempre va más allá de nuestros esquemas y no teme las periferias. Él mismo se hizo periferia (Flp 2, 6-8; Jn 1, 14). Por eso, si nos atrevemos a ir a las periferias, lo encontraremos: Él ya estará allí. Jesús nos precede en el corazón de ese hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma ofuscada. Él ya está allí.

¿Dónde está mi mano?
Solo hay una manera lícita y justa de mirar a una persona de arriba abajo: para ayudarla a levantarse. Si uno de nosotros —incluido yo— mira a una persona de arriba abajo con desprecio, vale poco. Pero si uno de nosotros mira a una persona de arriba abajo para tenderle la mano y ayudarla a levantarse, ese hombre o esa mujer son grandes. Así pues, cuando miréis a una persona de arriba abajo, preguntaos siempre: «¿Dónde está mi mano? ¿Está escondida o está ayudando a alguien a ponerse en pie?». Y seréis felices.

Esto conlleva aprender a desarrollar una cualidad muy importante, aunque infravalorada: la capacidad de conceder tiempo a los demás, de escucharlos, de compartir cosas con ellos y de comprenderlos. Solo así abriremos nuestras historias y nuestras heridas a un amor capaz de transformarnos para empezar a cambiar el mundo que nos rodea. Si no damos, si no perdemos tiempo, si «ahorramos tiempo» con las personas, lo perderemos en muchas cosas que al final del día nos dejarán vacíos y aturdidos. En mi tierra natal dirían: nos llenan de cosas hasta que nos indigestamos.

Solos no podemos
La quinta bienaventuranza dice: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). Esta bienaventuranza presenta una particularidad: es la única en la que la causa y el fruto de la felicidad coinciden. Los que son misericordiosos encontrarán misericordia, la recibirán a su vez. El tema de la reciprocidad del perdón se repite en el Evangelio. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¡La misericordia es el corazón mismo de Dios!

Existen dos cosas inseparables: el perdón dado y el recibido. Pero a muchas personas les cuesta, no logran perdonar. En muchas ocasiones, el mal recibido es tan grande que perdonar nos supone un esfuerzo inmenso, como escalar la más alta de las montañas. Y uno piensa: no se puede, esto no se puede hacer. La reciprocidad de la misericordia implica que debemos dar un vuelco a la perspectiva. No podemos hacerlo solos, es necesaria la gracia de Dios y hemos de pedirla. De hecho, si la quinta bienaventuranza promete la misericordia y en el padrenuestro pedimos perdón por nuestras deudas, ¡significa que nosotros mismos somos esencialmente deudores y que necesitamos recibir misericordia!

La oración, dique ante el mal
En nuestro día a día experimentamos la presencia del mal: es una vivencia cotidiana. Los primeros capítulos del Génesis describen la progresiva extensión del pecado en los asuntos humanos. Adán y Eva (Gén 3, 1-7) se preguntan si las intenciones de Dios son benévolas, piensan que se trata de una divinidad envidiosa que les impide ser felices, por eso se rebelan. Pero la historia se desarrolla en sentido contrario: abren los ojos y descubren que están desnudos (v. 7), sin nada.

No olvidéis esto: el tentador es un mal pagador, paga mal. Y, sin embargo, las primeras páginas de la Biblia cuentan también otra historia, menos llamativa, mucho más humilde y devota, que representa la redención de la esperanza. A pesar de que casi todos se comportan con crueldad, convirtiendo el odio y la conquista en el gran motor de la vida humana, existen personas capaces de rezar a Dios con sinceridad, de escribir de forma distinta el destino del hombre.

La oración es el dique, es el refugio del hombre ante la crecida del mal en el mundo. A decir verdad, rezamos también para salvarnos de nosotros mismos. Es importante rezar: «Señor, por favor, sálvame de mí mismo, de mis ambiciones, de mis pasiones». Los orantes de las primeras páginas de la Biblia son hombres que ponen en práctica la paz; de hecho, cuando es auténtica, la oración libera de los instintos de violencia y es una mirada dirigida a Dios para que vuelva a ocuparse del corazón humano.

En el catecismo se lee: «Una multitud de justos de todas las religiones vive esta cualidad de la oración». La oración cultiva parterres de renacimiento en lugares donde el odio del hombre solo ha sido capaz de extender el desierto. Y la oración es poderosa, porque atrae el poder de Dios, y el poder de Dios siempre da vida, siempre. Es el Dios de la vida y con Él se renace.