¿Quién elige a nuestro candidato?

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«La victoria en las guerras civiles y la costumbre de sentir el predominio de un guerrero triunfante, permitían que el más afortunado  dirigiera a placer los procesos electorales y las  campañas de propaganda»

La Gran Aldea

Uno queda como intransigente, o pasa por anacrónico, cuando desconfía de los tratos que hoy llevan a cabo sectores de la oposición con elementos de la dictadura para tener y mantener un candidato presidencial.

Parece que aguantar una posición que tiende a ser invariable frente a los negocios que se necesitan para cerrar el tiempo de las nominaciones, no se ajusta a  las urgencias del reloj que determina  los movimientos certeros de la política. Es cuestión de praxis, de puntería para encontrar el vericueto ofrecido por una perplejidad  del adversario, proclaman los apóstoles del avenimiento. Así  el tarjetón quedará  completo de una buena vez y nos convertiremos en los electores que queremos ser.

Me parece que se trata de un argumento que se puede rebatir sin que las neuronas se quemen más de la cuenta; y pensando en cómo las cosas pueden variar de un momento a otro en una atmósfera que ofrece sorpresas, o que obliga a que los movimientos se ajusten a las imposiciones de la realidad. 

Es cierto que la política es un asunto de transacciones, y que tales transacciones suelen o pueden conducir a buen puerto. En el pasado hay ejemplos, nacionales y extranjeros, a través de los cuales se comprueba o se ha comprobado que las partes enfrentadas, cuando  están en aprietos, pueden hacer de la necesidad virtud para que nadie sufra heridas mortales  cuando el cementerio está a la vuelta de la esquina. Un cementerio que tiene fosas de sobra para los miembros de las dos partes, dicho sea únicamente para fastidiar. Por eso  resuelven  la adquisición de un enorme paquete  de salvavidas que   sirven para  un ensayo agónico  de natación. Los representantes de las partes que se debaten en la orilla de sus abismos no solo tratan de mantenerse con vida, sino también de salir airosos del trance. Pero no se conforman con buscar la prolongación de su existencia: también aprovechan el protagonismo para lapidar a quienes preferimos  mirar las cosas desde otro ángulo y nos atrevemos a decirlo. Somos los tontos del teatro, los miopes frente a la variedad del paisaje, los pescadores que no sabemos aprovechar la riqueza del océano porque nos apegamos a un  quietismo dogmático. 

Sin embargo, ese otro ángulo nos indica que la historia no se repite. Lo que pasó antes, y en otras latitudes, no tiene reedición. Quizá pueda servir de incentivo, pero jamás de ejemplo redondo y sacrosanto.

El presente se enfrenta con las armas del presente, proclama Perogrullo. El pasado sirve  para sentir que somos distintos y que debemos actuar según los resortes implacables de una determinada actualidad. En lo que a mi opinión importa, debido a una malformación profesional y a que todavía me sirve el anteojito,  abomino de la posibilidad  de esperar las señales de un autócrata para saber por quién debo votar. No quiero, como quisieron los venezolanos de la segunda mitad del siglo XIX, mantener la precaución de una parálisis  hasta enterarme  de a quien saludó con deferencia  Guzmán  Blanco para votar según sus simpatías. No quiero saber si el nuevo Guzmán abrazó a un bienvenido Alcántara o mimó a un inédito Crespo para escribir sus nombres en la papeleta.

Tal vez esto  parezca lo más artificioso del mundo, pero considero como obligación  alejarme de un rebaño del pasado que  trasmite la herencia de una sumisión excesiva. De allí mis diferencias con los que quieren candidaturas bendecidas al unísono por la dictadura de hoy y por  una parcela de la oposición. Por mí, como escribidor de los antiguos  y como ciudadano con ganas de reestrenarse, que se vayan para siempre al demonio los tiempos podridos del Liberalismo Amarillo. O que nadie los desentierre. 

En nuestro siglo XIX  no existían los estudios de opinión, tal vez ni siquiera se había formado una opinión pública con todas sus características, pero era evidente la presencia de una autoridad  con elementos capaces de imponer su voluntad sin miramientos.

La victoria en las guerras civiles y la costumbre de sentir el predominio de un guerrero triunfante, permitían que el más afortunado  dirigiera a placer los procesos electorales y las  campañas de propaganda. Semejante situación no se da en nuestros días, no solo porque los hábitos del civismo han evolucionado sino también debido a que la dictadura experimenta una debilidad evidente.  Quizá la debilidad  más importante desde su entronización, expuesta ante la vista de la sociedad que observa cómo llega a extremos de represión que solo suceden en situaciones desesperadas, o a subterfugios legales  que un poder vigoroso no necesitaría para alargar su preponderancia. No deja de ser elocuente que a una dictadura de postrimerías, a un dominio  cada vez más menguante, se acerquen  los dialogantes de un sector de la oposición a quienes se dedica el presente escrito, y  quienes no solo se presentan  como puentes para la restauración de la democracia sino también como modelos para los que no congeniamos con el producto de sus desvelos  porque no nos ayuda la cabeza. O porque entendemos que hay factores del entorno que pueden hacer baldías las tramas de los componedores, como huele hoy jueves que puede suceder para convertir en papel mojado los comunicados que proponen primeras y segundas comuniones con la jefatura. 

Pero, aun dentro de nuestra incompetencia en materia de soluciones políticas, y oliendo los tumbos que podemos esperar en este momento, sabemos que una dictadura cercada por los apuros  ha promovido, con el oxígeno de un elenco de gestores profesionales, la nominación de un candidato de oposición que no la puede ni la quiere derrotar.  También pensamos que, cuando la ocasión se presenta y cuando hay líderes capaces de interpretarla de manera solvente, y de sentir que tienen la sartén por el mango, se quedan en el hombrillo  los remiendos y las manotadas de los ahogados. Por último, igualmente nos consta que el siglo XIX  desapareció  porque ahora hay estudios de opinión pública, gracias a los cuales se puede  asegurar que el pueblo no acompaña la  cruzada de esos laboriosos, dinámicos, sagaces  y oportunos operadores.