SILENCIO EN LA COTA 905: “Del cerro pa’ dentro, suspendidas las garantías”

0
145

La gente que vive en la Cota 905 y El Cementerio aún no ha podido recuperar el aliento: siguen encerrados en sus casas, a la espera de ser el próximo al que le tumben la puerta, que se lleven a alguien detenido o lo manden a la morgue a buscar a sus muertos

TalCual

Más de una semana después del tiroteo incesante entre grupos delictivos y cuerpos policiales, que mantuvo en vilo a parte de los caraqueños durante las 72 interminables horas del 7, 8 y 9 de julio, el ritmo cotidiano en parte de la ciudad vuelve a circular sin alteraciones.

Ya no hay eco ni rebote de disparos paralizando las vidas de los habitantes que hacen vida, trabajan y se movilizan en el suroeste de Caracas. Pero veredas adentro, hay silencio. La gente que vive en la Cota 905 y El Cementerio aún no ha podido recuperar el aliento: siguen encerrados en sus casas, a la espera de ser el próximo al que le tumben la puerta, que se lleven a alguien cercano detenido o que lo manden a la morgue a buscar a sus muertos, a los que ni siquiera les permiten velar.

No hay conteo que se pueda actualizar con certeza sobre la cantidad de personas muertas en el continuado “operativo de contención”, como lo denominan las autoridades policiales que cuenta con funcionarios de diferentes cuerpos de seguridad, quienes siguen apostados en incontables alcabalas, puntos de control, liderando comisiones, haciendo allanamientos y desplegados en veredas, esquinas, callejones y frente a cuanta casa quede en la mira.

Todos somos sospechosos por defecto si vivimos en el barrio. Por eso del cerro pa´ dentro están suspendidas las garantías”, dice una de las decenas de mujeres que dan testimonio de lo que ocurre, pero se guardan el nombre con el recelo de la supervivencia que necesitan.

Hablan las mujeres porque durante estos días no quedan rastros de los hombres en la Cota 905. Los que permanecen no hablan, no miran a nadie, ni siquiera se detienen a descansar en los escalones hasta que por fin llegan a sus casas, entran y cierran las puertas si aún no se las han tumbado.

“Yo duermo en el medio de la sala desde hace una semana para escuchar si viene alguna comisión y antes de que me vayan a tirar la puerta abajo, les abro y los dejo pasar ¿Mis dos hijos? Bien lejos de este infierno”, dice. Es madre de un adolescente de 17 años y un joven de 22 años a los que mandó a casa de unos tíos en otra zona de Caracas. “Aquí todas las que pudimos, sacamos a nuestros hijos porque cualquiera que esté mal parado, negrito, blanquito, flaco, gordo, el que ande asomado por ahí, ese lleva”.

Ellos llevan y ellas también. Las que callan tienen mucho que contar. En voz baja se riegan los nombres de por lo menos cuatro mujeres, madres o parejas de algún señalado, a quienes les han dado palizas durante las detenciones para que hablen y los delaten. Si las liberan, se devuelven advertidas y calladas.

Los niños y las niñas se asoman en las ventanas o por las rejas de las puertas, curiosos, detallando el armamento que portan los funcionarios vestidos de negro cerrado o con uniforme de camuflaje que forman parte de la Dirección contra la Delincuencia Organizada de la PNB o las FAES. Se han hecho parte del panorama y con varios de ellos apostados cerca de sus ventanas, ahora son parte de la hora del desayuno, almuerzo y cena.

“Algunos han venido, tocan la puerta y entran tranquilamente. Preguntan cuántas personas vivimos aquí, revisan y piden que les abramos un cuarto o un espacio que les parezca sospechoso. Y se van tranquilos. Uno respira por el momento, pero no sabemos si después vienen otros (policías) más atravesados y se vuelven locos como ha pasado en otras casas”, cuenta una líder comunitaria.

Se refiere a las denuncias que se multiplican y se van haciendo la norma sobre los allanamientos que ejecutan en casas que han sido señaladas como «guardadoras» o en sectores donde hay “garitas”, los puntos de observación que usan los grupos delictivos para observar quién entra y quién sale del barrio y así “cantar la zona”.

“En mi casa no dieron ni chance de abrir, cuando me asomé ya estaban entrando y eran como 15 (funcionarios). Le dieron una patada a la lavadora, y me tumbaron la televisión. Lo único que alcancé a decirle al policía ‘¡No me revientes mis peroles! ¡Allá arriba está mi mamá y es una señora enferma!’ Subieron, removieron más cosas y como a la media hora se fueron. Yo sentí que fueron como 100 años”.

“Ni se acerquen hasta nuevo aviso”
Afuera la vida sigue y como no hay permisos laborales por vivir en un barrio sitiado por un operativo de tiempo indefinido hay que improvisar: “Muchos hemos tenido que dejarles la llave a los vecinos para poder salir a trabajar o a comprar comida”. Un papel en la puerta que ruegan le sirva como aviso a los funcionarios para que, por favor, no les derriben la puerta porque los habitantes de esa casa siguen por allí cerca.

“Mi hermana y yo decidimos sacar a mi mamá porque es asmática y el jueves (8 de julio) pensamos que se nos iba a morir aquí”. Pero la casa temporal que la puede recibir es la de unos familiares en Valencia. “Mi hermana no trabajó toda la semana y ya no podía faltar más, así que me fui yo con una sobrina a dejar a mi mamá y me regresé ese mismo día. Venía rezando todo el camino para llegar y encontrar mis cosas porque no había nadie: mi hermana en su trabajo, mi sobrina y yo en carretera, y a mis otros sobrinos que viven en Catia le dijimos que ni de vaina subieran a la Cota hasta nuevo aviso”, cuenta una mujer de 45 años.

Aunque estén dentro de sus casas no hay conversación normal sino susurros. Las miradas esquivan el paso del grupo de funcionarios que suben y bajan, según sea el procedimiento del día. Desde el miércoles 7 de julio nada es «normal» en la Cota 905.

“La gente cree que uno se acostumbra porque ha vivido en el barrio toda la vida, pero esto es otra cosa. Ni las OLP fueron así. Este miedo no se quita, sin saber cuándo caemos nosotros, cuándo nos toca con alguien cercano porque se lo llevaron preso o si aparece muerto y nadie sabe si era o no era”, cuenta una mujer que trabaja como buhonera en la avenida principal de El Cementerio.

Si era o no era. Los vínculos en el barrio son tan estrechos como las veredas. Una dinámica social que ha sido marcada por dos opciones: ver y callar para seguir la vida. “¿Si tú vives al lado del malandro ¿Qué haces? ¿es tu culpa? Si amanecen alebrestados y se lanzan una rumba de tres días ¿tú crees que uno puede ir a reclamarle o a decir que le baje porque hay que pararse temprano para ir a trabajar? ¿Si te montan una reja en el camino para tu casa o montan una garita al lado de donde uno vive, tú crees que uno puede decirle algo? Por eso es muy sabroso decir que uno es alcahueta y que ahora nos tenemos que calar que nos traten como basura”, sentencia una dirigente vecinal.

Poco importa si se trata de familiares cercanos, la tragedia del otro se les cruza. A pesar de que muchos se alejen temporalmente de sus casas o no salgan a hablar con nadie. Los estados de Whatsapp de sus contactos se van llenando de fotos que piden justicia por los que aparecieron muertos durante algún procedimiento. «Nos conocemos de toda la vida. No es hijo mío pero lo vi crecer y cuando me llaman para decirme que mataron a fulanito o se llevaron preso a sutanito, a uno se le rompe algo. Y piensas en los más chiquitos que están jugando y los escuchas cuando dicen ‘pam, pam, pam’ y a uno le revienta eso en la cara».

Los días se siguen contando desde ese miércoles 7, en el que sin entender muy bien por qué se les quebró la cotidianidad. Varían las versiones, muchas especulaciones y todas incertidumbres. Mientras tanto el ambiente permanece denso, roto, bajo sospecha. Algunos funcionarios -en medio de la tensa tregua de balas- han comentado que el operativo podría continuar por lo menos durante un mes más, por lo que se impone el insomnio de ser la siguiente casa con alguien en la lista de señalados, presos o muertos. Sin ecos de tiroteos en el resto de la ciudad, hay silencio en la Cota 905, un silencio que no es bueno.