¿Se puede derogar una Constitución sin trámite parlamentario alguno (con lo cual es un absurdo y una pérdida de tiempo convocar una Constituyente)? La respuesta es sí. Y donde eso ocurre todos los días se llama ─formalmente, todo es muy formal─ República Bolivariana de Venezuela. Un solo ejemplo: el artículo 272 de la carta magna, la mejor del mundo (reformada en plena niñez, para incluir la reelección indefinida, pequeño desliz). Dice el texto derogado: «El Estado garantizará un sistema penitenciario que asegure la rehabilitación del interno o interna y el respeto a sus derechos humanos».
A las «revoluciones» solo se les debería exigir sinceridad. De esa manera el artículo 272 rezaría (tan cristiano) así: «El Estado garantizará cárceles». Nadie pudiera acusar al régimen de incumplir ese precepto.
Vamos a los números de lo que implica tal soberana derogación. Desde 2017 hasta enero de 2022 murieron 399 reclusos por desnutrición, según denunció la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su informe del 2022. Durante el curso completo de ese año, 76 privados de libertad (término que se puede ampliar a toda la población, sin necesidad de barrotes) fallecieron por hacinamiento, malas condiciones sanitarias y escasa alimentación, según el Observatorio Venezolano de Prisiones. La tuberculosis, acota la organización no gubernamental, hace estragos en las cárceles.
Hay más. La organización civil Acceso a la Justicia, que tiene 13 años en ese trajín de defender los rastros de una justicia de papel, recuerda que hasta el año pasado 11 presos políticos o disidentes murieron bajo la custodia del Estado. Una lista que incluye al capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo; el exministro de la Defensa, general en jefe (r) Raúl Isaías Baduel (hombre clave para el regreso al poder de Hugo Chávez el 13 de abril de 2002); el líder indígena Salvador Franco y el expresidente de Petróleos de Venezuela Nelson Martínez.
Un expediente a la mano de los jefes del régimen para explicar algunas de esas extrañas muertes de opositores es el “suicidio”. Un recurso que usaron en 2018 luego del fallecimiento en prisión del concejal opositor Fernando Albán. Sus familiares siempre rechazaron esa versión oficial y denunciaron las torturas y malos tratos a los que fue sometido. Las torturas en las cárceles venezolanas no son un invento: las han documentado organismos internacionales. La propia fiscalía general (va en minúsculas) se desdijo y dos años después admitió que Albán murió a manos de sus custodios.
Sin embargo, ese expediente del recurso explicativo del “suicidio” no se deroga. Sigue en plena vigencia. Incluso, para justificar la muerte de alguien que hasta su último tuit fue un defensor del régimen. Es el reciente caso de Leoner Azuaje Urrea, quien ejercía la presidencia de la empresa estatal Cartones de Venezuela, y quien había sido detenido y mantenido por más de 48 horas sin presentación legal en la denominada operación anticorrupción, con la que el régimen se ha llevado por delante a supuestos enemigos internos sin derecho a la defensa.
La madre de Azuaje Urrea fue la primera en denunciar las violaciones cometidas contra su hijo, como recuerda Acceso a la Justicia: “A él se lo llevaron del apartamento, de su casa, el 14 de este mes (abril). Lo dejaron detenido. Yo estuve seis días sin saber de mi hijo. Fuimos al Sebin y nos tiraron la puerta en la cara (…). Fuimos a la Fiscalía (…) y nos cerraron las puertas, nadie nos dijo nada de mi hijo”.
La organización Provea ─el Programa Venezolano de Educación Acción en Derechos Humanos creado en 1988─ exigió una investigación independiente de la muerte de Azuaje Urrea. Pero parece que en este país la Constitución también se «suicidó».