El laicismo venezolano: un esbozo y su anunciado fin

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Con Informacion de La Gran Aldea

La desaparición de los equilibrios que han sostenido la historia abocetada de Venezuela la coloca en peligro de extinguirse. Este proceso, intrínsecamente venezolano, avanza inexorablemente hacia su final en el cementerio. Por esta razón, es imperativo presentar este artículo y adelantar el próximo, que abordará la transformación del chavismo en una plataforma populista y el ascenso de liderazgos evangélicos que buscan controlar el poder.

En Venezuela, el sacerdote beligerante que aspiró a convertirse en líder de masas y comandante de huestes sufrió una derrota aplastante. Nos referimos al canónigo Antonio José de Sucre, quien intentó liderar una guerra civil contra Antonio Guzmán Blanco y los liberales pecaminosos, mientras alzaba la imagen de la Virgen del Rosario en un campo desolado. A pesar de contar teóricamente con el apoyo de miles de fieles, apenas unos doscientos soldados, un abanderado y un corneta se unieron a su cruzada.

Aunque valiente y fervoroso, el joven Antoñito tuvo que retirarse debido a su falta de comprensión de la evolución política que había relegado a la Iglesia católica a un papel irrelevante en los asuntos públicos.

Antonio Guzmán Blanco

Con la formación del Estado nacional tras la disolución de Colombia, se sentaron las bases de una administración laica destinada a perdurar. Después de memorables debates sobre la necesidad de limitar la influencia de la Iglesia en los asuntos terrenales, especialmente en el control de la economía, el laicismo se convirtió en un pilar de la convivencia, y la libertad de culto se incluyó en los códigos. Las protestas de los obispos de Caracas y Mérida apenas suscitaron atención en aquel entonces, ya que la mayoría de sus subordinados se adaptaron a una incómoda modernidad a la que debieron acostumbrarse. Solo algunos clérigos beligerantes se alzaron en protesta contra la eliminación del fuero religioso durante la administración de José María Vargas, pero se encontraron con la lanza de José Antonio Páez. Páez ya había abolido los diezmos correspondientes a los curatos, allanando el camino para el control de la Iglesia, lo cual alcanzó su apogeo durante el gobierno de Guzmán Blanco sin encontrar oposición que pudiese contrarrestarlo.

“Y siempre partiendo de un precepto fundamental: no invadir el campo que, desde la fundación de la República, corresponde al poder civil y a las fuerzas políticas que giran a su alrededor”

El establecimiento del laicismo formó parte del ideario colombiano y se hizo fuerte cuando crecieron los movimientos secesionistas contra el poder controlado por Simón Bolívar desde Bogotá, pero adquirió consistencia por la debilidad del culto mayoritario después de las guerras. La Independencia quebrantó el poder de la catolicidad, como explica el historiador José Virtuoso, para dar paso a un período de tortuosa supervivencia que le impidió recobrar el poder adquirido en el período colonial. La Iglesia católica no solo pierde entonces figuras eminentes, prelados de influencia, sino también la fuerza económica que detentaba y los recursos para la reconstrucción de los seminarios convertidos en escombros. Sin la potencia material del pasado y sin los medios para la creación de una nueva generación de intelectuales formada en sus claustros, debe esperar al siglo XX para ocupar puesto principal en la sociedad. Pero no hace la vigilia en plaza céntrica, sino en el lugar periférico que le dio la centuria que terminaba.

La diminución del poder hizo que la Iglesia católica pasara agachada frente a numerosas  tropelías de los mandones en períodos como el monaguismo y el guzmancismo, pero sin olvidar el llamado de su misión. La debilidad la volvió cómplice silenciosa de las dictaduras de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, que solo fueron laicas cuando les convino y que no podían vivir sin amigable sacristía pero que, tal vez sin darse cuenta, permitieron que la histórica institución se reconstruyera para llegar a la luz de nuestros días. Con el retorno de los jesuitas a Venezuela durante el gomecismo, expulsados desde la época de Carlos III y condenados otra vez por el mandarinato de don José Tadeo Monagas, a través de la reforma de la enseñanza clerical, a la creación de centros docentes modernos y disciplinados, hechos para formar vanguardias de la vida pública; y a la aparición de impresos sobre temas de actualidad, cada vez más consistentes y más relacionados con la flamante posición de Roma frente a las injusticias sociales, renace la institución sin estorbar el imperio de la república laica. Sin ir de frente contra el posgomecismo o contra Tarugo, por ejemplo, pero aprovechando la ruta que ofrecen para volver a situaciones de protagonismo como las que conocemos en nuestros días. Y siempre partiendo de un precepto fundamental: no invadir el campo que, desde la fundación de la República, corresponde al poder civil y a las fuerzas políticas que giran a su alrededor. 

Debido a la desaparición de los equilibrios que la hicieron larga y provechosa, la historia abocetada corre el riesgo de la muerte. Es un proceso esencial, de hechura venezolana, que marcha hacia el cementerio. De allí la necesidad de ofrecer este artículo y de anunciar el que viene, sobre el chavismo convertido en pagoda populachera y sobre los liderazgos evangélicos que aspiran al control del poder. Esto es, sobre situaciones que  nos llevarían a negaciones históricas que no se deben subestimar, como hizo un fogoso canónigo que no supo calcular sus pasos cuando cambió el devocionario por la espada.