La bella Lucía en París. Por Gustavo Tovar-Arroyo

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No tienen paz

El sol se arropa en el vientre del universo y le abre la ventana a la noche de París, la más bella de las estrellas en el firmamento terráqueo. Aquí todo deslumbra, sus mitos, sus historias, sus leyendas, sus memorias y claro está también sus cementerios. En ellos, que como flores tétricas componen el jardín urbano de esta delirante ciudad, descansan —sin paz— los restos de Chopin, Cortázar, Piaf, Asturias, Moliere, Balzac, Sartre, Baudelaire, entre otras figuras imprescindibles del histérico firmamento llamado humanidad.

No tienen paz los restos inmortales que ahí habitan, porque los cementerios son visita obligatoria de los curiosos de la grandeza humana.

Curiosos que se fotografían con la muerte.

La tumba del rey largarto

El espíritu de Jim Morrison, inolvidable vocalista de la banda The Doors, me pide que lo nombre, que mencione su tumba, me recrimina la discriminación y me recuerda que de todos los que he llamado inmortales cuyos restos reposan en el cementerio Père Lachaise, es su tumba las más adornada por flores marchitas y frescas, por besos y palabras tatuadas. No son las memorias de Piaf ni de Chopin ni de Balzac las más “adoradas”, si no la de él, el enfant terrible norteamericano que convulsionó su época con estridencias, poemas y bailes psicodélicos.

Morrison, su espíritu, tiene razón, su tumba es la más colorida y festejada de todas. Me acerco y un tumulto de personas se fotografían con el rey lagarto.

“This is the end, beautiful friend, the end…”

La tragedia de Abelardo y Eloisa

Me conmuevo y mientras ando los senderos del cementerio Père Lachaise, decido escuchar la piano sonata No. 2 de Chopin, su marcha fúnebre. Quería —a veces urge— ser ceremonioso. Me acerco a la tumba de Abelardo y Eloisa, quienes después de su tormentoso amor lleno de tragedia y agonía, lograron lo que no pudieron en vida: permanecer unidos en la muerte. Llego y escucho a una linda niña explicar la desventurada historia de los amantes de la Edada Media francesa que ahí reposan, lo hace con una cultura, una sensibilidad y una pasión magníficas. Su acento, pese a que habla en inglés, es venezolano.

Terminando el relato, le pregunto de dónde es y me responde que de Venezuela. Tiene diesiete años, es hermosa, inteligente, inusitadamente culta.

Se llama Lucía.

Una orquídea en París

He narrado en otras entregas como ciertos relámpagos de sensibilidad, lucidez y creatividad venezolanas me cautivan y hacen creer firmemente que sobrellevaremos la calamidad dictatorial que nos sacude. Lucía es uno de esos lúcidos relámpagos que me confirman que hay motivos para creer, que hay esperanza, que Venezuela tiene más futuro que presente. Escucharla por casualidad narrar a unos desconocidos, la historia de Abelardo y Eloísa, con aquella elocuencia y sensibilidad fue sublime. No puedo explicarlo.

Si los cementerios en París son las flores raras del espectacular jardín francés donde los inmortales no descansan en paz, Lucía en ese jardín fue una bella orquídea venezolana.

Los inmortales sonrieron —al fin— por su hermosura.

Recrear la inmortalidad con gracia

Venezuela tiene más futuro que presente, no tengo ninguna duda. Hay reserva moral, cultural y estética. Lucía, la bellísima y sensible Lucía, no está sola ni es la única, representa a una generación que sonríe, que reflexiona, que crea. Por su puesto, es una niña distinta, con cualidades educativas y una profundidad espiritual diferentes, capaz de retar a la inmortalidad y recrearla con su gracia. La vi lanzar una rosa blanca a Abelardo y Eloísa, la vi festejar el amor, la pasión y la tragedia de aquellos eternos enamorados. La vi ser Venezuela reinventada en un excéntrico gesto en París.

Sé que la ardua tarea de reconstruir al país no será labor sencilla, pero sé también que en lugares insospechados aparecen las figuras que lo están haciendo.

Lucía es la mayoría…