Pobreza, jóvenes sin futuro y policías entrenados para la guerra avivan la hoguera de la violencia en Colombia

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La pandemia había puesto entre paréntesis las protestas generadas a fines del 2019. Ahora se reanudaron tras un agravamiento sustancial de la crisis social y política

Por Gustavo Sierra / Infobae

Menos de cinco años atrás, después de firmarse los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC para terminar con medio siglo de guerra, Colombia parecía que entraba en una nueva era de estabilidad. A fines de noviembre de 2019, esa ilusión se resquebrajó. Se lanzó el Paro Nacional, una serie de protestas contra las políticas económicas, sociales y ambientales del gobierno del presidente Iván Duque. También por la reticencia oficial de consolidar los acuerdos de paz con la guerrilla, el asesinato de decenas de líderes sociales y los innumerables casos de corrupción dentro del gobierno. Las manifestaciones continuaron en forma intermitente hasta el 21 de febrero de 2020. Fue cuando la pandemia del coronavirus salvó a Duque y puso entre paréntesis la crisis por casi 15 meses.

Todo volvió a estallar el 28 de abril de este año. La gente salió a la calle para detener el proyecto de reforma tributaria que “salía a cazar animales en el zoológico”: más impuestos a los empleados y obreros de la economía formal sin tocar, prácticamente, a los más poderosos. Los impuestos fueron apenas el disparo. Por detrás estaba la profunda crisis económico-social provocada por la pandemia que aumentó la pobreza un 6,8%, empujando hacia abajo a otros 3,5 millones de personas. Ahora 42,5% de los colombianos son pobres. A partir de ahí, cada sector marginado o región sumó un reclamo que van desde los incumplimientos de los acuerdos de paz, las continuas masacres, el retorno de las fumigaciones con glifosato, la compra de aviones de combate y tanquetas para el odiado Escuadrón Móvil Antidisturbios. Una combinación de factores que, como ocurrió en Chile para la misma época de fines de 2019, terminan sacando a cientos de miles a las calles. La mayoría lo hace en forma pacífica y unos pocos aprovechan para instigar la nefasta teoría del “cuanto peor, mejor”.

La dura cuarentena colombiana afectó especialmente a las clases de menores ingresos y a los trabajadores informales. El desempleo casi se duplicó entre marzo y junio del año pasado como resultado de los cierres. En marzo, el 16,8% de los trabajadores de las 13 mayores ciudades y áreas metropolitanas estaban sin trabajo: 3,4 puntos porcentuales más que en marzo de 2020. Eso supone alrededor de medio millón más de personas desempleadas en un año, según el DANE, la agencia de estadísticas del gobierno. Y el déficit se disparó en 20.000 millones de dólares en cinco meses. Eso es lo que hizo que el gobierno quisiera aumentar los ingresos mediante impuestos.

La impopular función de hacer cumplir las restricciones de la cuarentena recayó en gran medida en la policía, que es la única institución estatal presente en los pequeños pueblos de la Colombia rural y en los vastos barrios marginales que rodean las principales áreas metropolitanas. La policía se convirtió en la cara visible de toques de queda, prohibiciones de venta de alcohol y multas a los transgresores.

Entre marzo de 2020 y abril de 2021, la policía colombiana impuso 2,5 millones de multas por infringir las órdenes de cuarentena (unas 6.400 al día). La tradicional desconfianza de los colombianos hacia la policía y el ejército se convirtió en fastidio y odio. Esta fuerza está integrada al ministerio de Defensa como si fueran una rama más de las Fuerzas Armadas. Una organización que podría estar justificada en el estado de guerra en que se encontraba el país, pero no en el proceso de paz actual. Por lo tanto, el accionar de la policía es brutal. Si le ordenan reprimir lo hace como si estuviera combatiendo a la guerrilla. De ahí las decenas muertos y los centenares de heridos de las protestas de los últimos diez días. “Lo que estamos viendo ahora es un reflejo del hecho de que no tuvimos un momento de reflexión sobre cómo es tener fuerzas de seguridad en un país que ya no está en guerra”, explica Elizabeth Dickinson, analista del International Crisis Group, un centro de estudios especializado en el legado de los acuerdos de paz.

Todavía está muy fresco en la memoria de los colombianos los 6.402 asesinados por las fuerzas de seguridad entre 2002 y 2008 con el fin de aumentar las cifras de muertos de la guerra y obtener mayores reconocimientos y beneficios. Es lo que se conoce como la crisis de “los falsos positivos”. Unos de los reclamos más destacados de los manifestantes es que las fuerzas policiales y militares estén bajo el mando de los civiles. “Algo que la calle está pidiendo realmente es una señal de que las autoridades civiles son capaces de exigir responsabilidades a la policía y al ejército por su mala conducta”, dijo la analista Dickinson.

En estas circunstancias la respuesta al descontento popular no podía ser otra. La policía atacó pueblos y barrios enteros durante la noche, cortando la electricidad y bloqueando las redes sociales para encubrir sus actividades. En las redes sociales circulan vídeos de disparos desde helicópteros, gases lacrimógenos lanzados a un autobús de transporte público y agentes de civil disparando desde otro autobús. Todo, mientras los sectores políticos más retrógrados salían a defender el accionar policial. El ministro de Defensa, Diego Molano, comparó a los manifestantes con terroristas, mientras que los comentarios del ex presidente Álvaro Uribe defendiendo el uso de armas de fuego contra los que protestaban, fueron posteriormente eliminados por Twitter por glorificar la violencia. El comandante del ejército colombiano, por su parte, grabó un video en el que expresaba su “amor” y “admiración” por los policías antidisturbios del ESMAD, que él no comanda, llamándolos “héroes de negro” e instándoles a continuar con su actual estrategia.

Nomadesc, una organización de derechos humanos con sede en la ciudad occidental de Cali, donde se produjo gran parte de la violencia, calculó 28 muertes sólo en esa región, la gran mayoría negros. Y el domingo, al menos nueve indígenas que participaban de la “minga” (protesta) resultaron heridos por disparos en un enfrentamiento con residentes armados que fue condenado por la oficina de derechos humanos de la ONU. Cali se encuentra en el medio de una reconversión económica, está pasando de ser una “ciudad industrializada a una ciudad turística”, y la pandemia fue un gran golpe para el 70% de su población que trabajaba en empleos informales en los sectores de la alimentación y la vida nocturna que ahora han desaparecido. El presidente Duque viajó a Cali el domingo por la noche después de días en que se mantuvo encerrado y desde allí lanzó un mensaje a los jóvenes que están a la vanguardia de las protestas para que se incorporen junto con los trabajadores y otros sectores a una mesa de diálogo.

La gran mayoría de los jóvenes colombianos se encuentran ante un futuro muy difuso y siempre pintado de miseria. Olga Araújo Casanova, miembro de la junta directiva de Nomadesc, escribió que las antiguas desigualdades en materia de salud y educación impulsan el descontento, agravado por las restricciones de la cuarentena que obligaron a los niños y adolescentes a clases virtuales en zonas sin acceso a Internet. La mayoría de los adolescentes de familias pobres directamente se desconectaron de la escuela. Alrededor del 60 por ciento de los niños que han perdido un año de escuela están en América Latina, según UNICEF.

Araújo Casanova explicó que los estudiantes y los jóvenes desempleados estaban acudiendo a protestar en masa porque su futuro será el más afectado por la pandemia y sienten que no tienen nada que perder. “Es la generación que creció en la incertidumbre total. Y es la generación del ‘no futuro’: no tienen futuro. No tienen educación, no tienen comida, no tienen vivienda, no tienen trabajo, no tienen nada”, dijo. “Y esos son los jóvenes que hoy están en la calle porque dicen ‘lo único que tenemos es la vida, y nos jugamos la vida’”.

Una situación que, obviamente, no es de exclusividad colombiana. Los mismos problemas y síntomas se extienden por toda América Latina. La pandemia profundizó las extraordinarias diferencias en las sociedades –esto tampoco es exclusivo de los latinoamericanos, sino que es un mal global- y envió a millones a la más extrema de las pobrezas. El miedo al contagio y las restricciones de desplazamiento sólo aplazaron las demandas que todo esto genera. Y con las primeras señales de descompresión del COVID, la gente vuelve a salir a la calle. En estos días es en las principales ciudades colombianas. Y amenaza con propagarse. Ningún país de la región está blindado.