El mal padre, la buena madre y María Corina

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«En los videos de la gira de María Corina por el país no me cabe duda de que su figura inspira porque como nunca antes los venezolanos estamos urgidos de una madre compasiva»

La Gran Aldea

Decía mi padre -hoy creo que con toda razón- que hay madres y madrecillas. Trato de buscar la definición de madrecillas y solo encuentro “huevera de las aves”. Pero recuerdo bien que mi papá la usaba para nombrar a las madres pequeñas, insuficientes, desentendidas.

A estas categorías yo agregaría algunas otras menos delicadas y más señeras. Pero para llegar allí faltan algunos párrafos.

Acabamos de vivir el día de las madres en Venezuela, en otros países fue el domingo pasado. Yo me jacto de haber tenido una buena madre. No tanto de haber sido una buena madre, pero sí de serlo hoy.

Cuando se tiene un hijo se adentra uno en una asignatura sin instructivo, se sumerge uno sin demasiada conciencia en el ensayo y error, y así va corrigiendo entuertos y enmendando yerros.

La figura de la madre solía y suele estar representada en diosas, en vírgenes, en la tierra misma y en otras cuantas formas más.

Del griego “méter”, el sánscrito “mátar”, el armenio “mair”, el irlandés “máthir”, el antiguo alemán “mouter” y el inglés “mother” todas con el mismo origen y significado “mater” y “matriz”.

En culturas antiguas, a la madre se la tenía como la fuente esencial de vida y creación, venerada como progenitora, dadora de alimentos, protectora y sanadora.

En la mitología griega, Gea era la madre de todos los seres vivos y la inventora de la naturaleza. Su fertilidad y poder para dar vida simbolizaban la generosidad y la abundancia del mundo natural.

En las tradiciones egipcias, la diosa Isis, adorada como la madre divina, otorgaba vida, protección y sabiduría. Su papel como madre de Horus, el dios del sol, reflejaba su poder para nutrir y guiar el crecimiento espiritual.

Aunque la madre es comúnmente asociada con la creación y la nutrición, también se le ha atribuido un aspecto oculto y poderoso. En la mitología hindú, Kali es una deidad feroz y destructiva que representa la fuerza primordial y la liberación del ego y símbolo de transformación y renovación.

La diosa sumeria Inanna, como fuerza creativa y destructora, era tanto la diosa del amor y la fertilidad como la reina del inframundo, mostrando la conexión entre la vida y la muerte. 

“El arquetipo de la madre abarca mucho más que la idea literal de una madre biológica. En su esencia, el arquetipo materno simboliza la protección, la intuición y el crecimiento. Representa tanto un aspecto universal en el inconsciente colectivo como una influencia personal significativa en el desarrollo psicológico individual.

«Este arquetipo se origina en el inconsciente colectivo, una teoría de Jung que sugiere la existencia de una dimensión de la psique compartida por todos los seres humanos. Esta dimensión contiene formas primitivas, que son imágenes, patrones y símbolos inherentes que se manifiestan en diversas culturas y épocas. El arquetipo materno es uno de los más fundamentales y universales, evidenciado en mitologías, religiones y cuentos de todo el mundo», reseña el blog TheBrain.

«Estamos en un momento simbólico de nuestra historia contemporánea porque a la figura del mal padre, esa que hemos padecido durante las últimas décadas, al fin se le opone una buena madre dispuesta a dar la lucha para proteger a sus hijos»

El arquetipo materno no solo influye en nuestra relación con nuestras madres biológicas o cuidadores, sino también en cómo nos relacionamos con nosotros mismos y con el mundo. Una relación saludable con este arquetipo puede llevar a un sentido de plenitud y seguridad emocional.

Todo esto viene a cuento porque en los videos de la gira de María Corina por el país no me cabe duda de que su figura inspira porque como nunca antes los venezolanos estamos urgidos de una madre compasiva, sanadora, cuidadora y justiciera que nos devuelva el sentimiento de país -de hogar- de casa, de familia, de hermandad a salvo.

Y es que creo que estamos en un momento simbólico de nuestra historia contemporánea porque a la figura del mal padre, esa que hemos padecido durante las últimas décadas, al fin se le opone una buena madre dispuesta a dar la lucha para proteger a sus hijos.

Hemos tenido durante décadas malos padres y madrecillas, cuando no la puta madre que los parió y a mal paridos a granel. Mentarles la madre ha sido poco.

Padres que quieren freír las cabezas de sus hijos desobedientes, padres fingidores, padres engañosos, padres que bailan sin conmoverse por la tragedia de sus hijos. Padres crueles, amenazantes, vanidosos, papás pico de oro, necios, padres prostibularios, padres vendidos a sus intereses, padres que niegan a sus hijos.

Y madrecillas: esas desentendidas que no procuran el bien de sus hijos, peor aún, que lo intercambian por unos zapatos de marca, por un odio que supera al amor, por bótox y tintes de color rubio. Ni qué decir de algunas salvadoras que aterrizan en el exterior y en misión humanitaria preguntando dónde está ubicada la tienda Ferragamo.

Así que este sentimiento, el de recuperar a una figura materna que vele por nosotros, nos bendiga, y procure nuestro bienestar, nos viene de perlas a quienes nos hemos sentido a la deriva en estos años, huérfanos de madre y padre, en manos del azar más azaroso y la injusticia más injusta.

Atados a malos padres de distinto pelaje y a madrecillas insustanciales.

Cuando Hugo apareció como un león ofreciendo cabezas fritas, venganzas, fuerza y poderío para castigar a los malvados, justicia para los hijos olvidados, medio país ( y él también) sintió que por fin había llegado el padre, como un nuevo Simón Bolívar -para los venezolanos el “padre de la patria”- que restablecería la equidad y el bien, y todo lo que un buen padre debe proporcionar a sus hijos: ser el proveedor, el protector de los más desvalidos, el maestro que enseña lo necesario para la vida, el que castiga pero que también perdona, quien ostenta la autoridad y la armonía dentro de casa. 

Tanto es así que el mayor arquetipo de la figura paterna es Dios. De hecho, a la hora de definirlo en el cristianismo, por ejemplo, lo primero que se dice de él es que “Dios es padre”, el padre de todos. Como tal, Dios nos ha creado y nos educará aplicando, si hace falta, acciones disciplinarias. Pero, sobre todo, como padre, nos querrá a lo largo de toda nuestra vida, hagamos lo que hagamos.

Este último hecho tiene un profundo calado, al asumirse el amor incondicional del padre hacia los hijos.  Será precisamente, este amor y el eterno velar por nosotros (a veces real, a veces no) el responsable del cordón conector que nos enganche de por vida a nuestro progenitor. En suma: explicará por qué siempre le querremos y le perdonaremos, por más daño que nos haya hecho.

El supuesto básico subyacente pertenece al inconsciente colectivo e implica que el padre lo hace todo por nuestro bien.

Pero nada más lejos de lo que hemos vivido y sentido. Nunca más desprotegidos, a la deriva, atemorizados, nunca más inequidad, nunca más engaño. Nunca más incertidumbre y padecimiento. Y como algunos hijos muy heridos, tal vez nunca perdonaremos el daño que algunos “padres endógenos” nos ha hecho.

Yo, que desde hace ya casi dos décadas pienso que las elecciones en Venezuela son fraudulentas (solo el Registro Electoral tiene millones de electores que son sólo un número de cédula sin huella digital ni domicilio), en esta ocasión voy a encerrar mi incredulidad en un armario porque tal vez sea posible que los dos o tres millones de electores fantasmas, hoy, no alcancen para tapar el bache, ya inmenso.

Creo que un fraude así de masivo puede ser letal. O no habrá elecciones.

Pero quién quita, a lo mejor la madre y su compañero de viaje, tal vez un Edmundo padre o padrino, puedan hacer más que la inmerecida familia que la política nos ha impuesto estos años.